El esclavo dejó embarazada a la reina, y lo que ocurrió después sorprendió….. un deseo prohibido de la reina, un amor que nunca debería haber sucedido y un embarazo que impactó sus vidas para siempre…..
El esclavo dejó embarazada a la reina, y lo que ocurrió después sorprendió…..
un deseo prohibido de la reina, un amor que nunca debería haber sucedido y un embarazo que impactó sus vidas para siempre…..

El Secreto del Reino del Alba
En el Reino del Alba, donde el sol parecía inclinarse para besar los tejados dorados del palacio, reinaba la Reina Elara, una mujer de belleza serena y mirada triste. Su esposo, el Rey Aldren, había muerto en batalla tres años atrás, dejando tras de sí un trono vacío y un corazón más vacío aún. El consejo real le exigía casarse de nuevo para asegurar la línea sucesoria, pero ella, fiel a su memoria, se negó una y otra vez.
Entre los sirvientes del palacio había un joven llamado Kael, un esclavo traído de tierras lejanas, de piel tostada por el sol y ojos oscuros que guardaban la profundidad de un mar sin nombre. Su destino había sido servir, pero su espíritu jamás se había doblegado del todo. Era silencioso, diligente, y a veces, cuando creía que nadie lo veía, levantaba la mirada hacia las torres del palacio con un brillo que mezclaba admiración y desafío.
Una noche, mientras la tormenta rugía fuera de los muros, la Reina Elara no podía dormir. Bajó al jardín interior del palacio, buscando consuelo en el sonido de la lluvia sobre las hojas. Allí lo encontró —Kael—, empapado, cubriendo con su cuerpo un rosal que el rey había plantado años atrás.
—¿Qué haces aquí a esta hora? —preguntó ella, sorprendida.
—El viento rompió la reja, mi reina. No quería que el rosal muriera —respondió él, sin levantar la mirada.
La Reina se acercó. La lluvia golpeaba sus rostros, y en el silencio solo se oía el murmullo del agua. Por un instante, sus miradas se cruzaron. Algo antiguo y prohibido nació allí, en medio de la tormenta: una chispa de ternura que ninguno de los dos debía sentir.
Desde aquella noche, la Reina comenzó a notar su presencia más de lo habitual. En los pasillos, en los patios, en los jardines. A veces lo llamaba con excusas triviales: una copa de vino, una carta que debía ser llevada al archivo, una antorcha que debía encenderse. Y en cada encuentro, las palabras eran pocas, pero las miradas lo decían todo.
Kael sabía que estaba cruzando una línea invisible. Un esclavo no debía mirar así a su reina. Pero también sabía que lo que sentía por ella era más grande que su miedo. No era deseo lo que lo consumía, sino una mezcla de admiración y un amor silencioso, puro y devastador.
Un amanecer, mientras el palacio dormía, Elara lo llamó a sus aposentos. Su voz temblaba cuando le habló.
—Kael… hay algo en ti que me recuerda lo que era sentirme viva. Pero esto… esto es imposible.
Kael cayó de rodillas.
—No me atrevería jamás a ofenderla, mi reina. Pero si me ordena olvidarla, lo haré, aunque mi corazón quede vacío.
Ella lo miró, y una lágrima cayó sobre su mejilla.
—¿Y si no te lo ordeno?
El silencio que siguió fue eterno. Afuera, el sol nacía lentamente sobre el Reino del Alba, como si el cielo mismo contuviera la respiración.
Pasaron las semanas. La Reina parecía más serena, pero los rumores en la corte crecían. Se decía que había un brillo nuevo en su rostro, que sonreía más. El consejo sospechó que había alguien en su vida, pero nadie imaginaba que pudiera ser un esclavo.
Hasta que un día, el médico real anunció algo que sacudió los cimientos del reino: la Reina estaba embarazada.
El consejo entró en pánico. No había rey. No había esposo. Y, lo más grave, no había explicación. El pueblo comenzó a murmurar, los nobles a conspirar. Elara guardó silencio, negándose a revelar el nombre del padre.
Kael, al enterarse, quedó petrificado. Su alma se debatía entre el miedo y la alegría. Sabía que si se descubría la verdad, sería ejecutado sin piedad. Pero también sabía que dentro de ella crecía una parte de él, algo más poderoso que cualquier decreto o cadena.
Una noche, la Reina lo mandó llamar una última vez. En su rostro había tristeza, pero también decisión.
—Kael… debo protegerte. Y debo proteger a nuestro hijo. Mañana anunciaré que me retiraré del trono. Diré que lo hago por salud… pero en realidad, es por amor.
—No, mi reina. No puede hacerlo. El reino la necesita —dijo él, suplicante—. Yo no merezco esto. Soy solo un esclavo.
Ella lo tomó del rostro con ternura.
—Eres más libre que todos los hombres que he conocido. Y ahora, eres el padre del futuro del Reino del Alba.
Él lloró en silencio, sosteniendo sus manos.
—¿Y qué será de mí?
—Mañana al amanecer partirás hacia el norte. Te he preparado un caballo y documentos falsos. Nadie debe saber. Algún día… cuando nuestro hijo crezca, le diré quién fue su verdadero padre.
Kael quiso negarse, quedarse, luchar. Pero comprendió que su permanencia solo pondría en peligro a quienes amaba. Esa noche, bajo la misma lluvia que los unió meses atrás, se despidieron con un abrazo que quemaba más que el fuego.
El amanecer llegó con un cielo gris. Kael cruzó las puertas del palacio sin mirar atrás, vestido con ropas de un mensajero. Llevaba en el pecho un pequeño amuleto de plata que la Reina le había dado, con las iniciales E.K. grabadas.
“Para que recuerdes que, en algún lugar, alguien te amó más allá de las leyes.”
Elara, desde su balcón, lo vio desaparecer en el horizonte. Una parte de ella se fue con él.
Los años pasaron. El reino sobrevivió. La Reina Elara dio a luz a un niño fuerte, de piel dorada y ojos oscuros como la noche: el príncipe Arion. Creció sabio, justo y valiente. Nunca supo quién era su verdadero padre… hasta que, una noche, cuando cumplió dieciséis años, su madre, enferma y débil, le entregó el amuleto.
—Tu padre no era noble… pero fue el hombre más digno que he conocido —le dijo ella con voz quebrada—. Si alguna vez dudas de quién eres, mira esto y recuerda: la sangre no dicta la nobleza. El corazón sí.
Arion lloró en silencio, prometiendo honrar la memoria de ambos.
Años después, se convirtió en uno de los reyes más amados del Reino del Alba. En su escudo, mandó grabar un lema que cambiaría la historia del reino:
“Nacido del amor prohibido, gobernó con justicia sagrada.”
Y aunque muchos nunca conocieron la verdad, las estrellas parecían brillar con más fuerza sobre el reino cada vez que el nombre de Kael era pronunciado en secreto.
Cientos de lunas después, cuando el viento recorría los campos del norte, un anciano de piel bronceada y mirada profunda miraba hacia el sur. Nadie sabía su nombre, pero en su pecho aún colgaba un amuleto con las letras E.K.
Una brisa cálida le rozó el rostro, y él sonrió.
—Elara… lo hicimos bien —susurró al viento—. Nuestro hijo vive… y el amor no murió.
El sol comenzó a ponerse, tiñendo el cielo de oro y púrpura.
Y en ese instante, cuando el último rayo tocó su rostro, pareció que el alma del esclavo y la reina se reencontraban más allá del tiempo, libres al fin.
Final
“El amor verdadero no conoce tronos ni cadenas.
A veces nace en la oscuridad, florece en el silencio
y deja su huella en los corazones de los que se atreven a amar.”