Nunca entendí por qué el kiosquero me regalaba todo… Me llamo Lucas. Ahora soy un hombre grande, con barba y mi propio trabajo, pero cuando pienso en mi infancia, siempre me viene a la mente el mismo lugar y la misma persona: el kiosco de Don Omar.
El kiosco de Omar no era grande, pero estaba lleno de magia.

Chicles, caramelos, figuritas, y ese olor a pan fresco y galletitas que te daba hambre solo con respirar. Yo tenía unos siete u ocho años y en el recreo todos corrían a comprar. Yo no. Yo me quedaba mirando. Mi familia era pobre.
No solo de “no comprar golosinas”, sino de “a veces no hay cena”. Yo lo sabía. Mi mamá hacía malabares y mis dos hermanos chicos siempre tenían hambre. Por eso yo ni me acercaba a la caja de Omar. Pero Omar me veía. Un día, pasé cerca del mostrador y él me hizo un gesto con la mano, llamándome con un movimiento de su barbilla.
—Pibe, vení un segundo. Me acerqué, temeroso. Nunca me había hablado. —Tomá —dijo, y me deslizó un paquete de galletitas de chocolate y un puñado de caramelos de miel—. Es un regalo. Yo no entendía. Miré a todos lados. ¿Sería un error?
—Gracias, Don Omar —musité, sintiéndome incómodo.
—De nada. Y llevate esto también. Me tendió una bolsa de pan. Pan fresco, del día. —¿Por qué?
—le pregunté, mirando el pan. Omar me miró por encima de sus lentes, con una sonrisa que no le llegaba a los ojos, pero que era inmensamente cálida.
—Porque sí, campeón. Hoy es un buen día para comer algo rico. Pero escuchame bien, Lucas. Esto no es solo para vos. Bajó la voz, apoyando una mano grande sobre el mostrador de madera.
—Sé que tenés hermanos más chicos. Y sé que a veces en casa… es difícil. Guardá los caramelos. Pero el pan y las galletitas, compartilas con ellos, ¿me entendés? Que coman bien. Sentí un pinchazo en el pecho. No de vergüenza, sino de una gratitud tan grande que me hizo arder los ojos. Él sabía. Él sabía nuestro secreto, esa lucha silenciosa, y no lo usaba para humillarme, sino para ayudar.
—Sí, Don Omar —le dije, con la voz rota.
—Andá. Y vení a verme mañana. Que tengo que deshacerme de unas cositas antes de que se pongan feas —me dijo, guiñándome un ojo, mientras me empujaba suavemente hacia la salida.
Desde ese día, se convirtió en nuestra rutina. No era un regalo de cumpleaños, era un regalo de supervivencia envuelto en golosinas. Todos los días, un “descarte” que nunca estaba malo: una barra de pan extra, un paquete de salchichas cerca de la fecha de vencimiento, o un par de frutas que, según él, “se le habían quedado en el fondo”.
odo, siempre, para compartir. Una tarde, me dio una bolsa pesada. —¿Qué es esto, Don Omar? —pregunté.
—Unas galletas. Y, bueno, un pedacito de queso para que coman algo nutritivo. Andá, que hace frío. Llegué a casa, y mi mamá abrió la bolsa. Vio el queso, vio el pan y las galletas. Me miró, y no necesitó preguntar. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. —El señor Omar —dijo, sin más, mientras abrazaba la bolsa contra su pecho—. Dios lo bendiga. Pasó el tiempo. Me hice más grande y ya no iba al kiosco. Un día volví al barrio. El kiosco seguía ahí, pero detrás del mostrador estaba una señora.
—Disculpe, ¿y Don Omar? —Omar falleció hace unos años, muchacho. Era un santo. La mujer sonrió con tristeza.
—¿Usted lo conoció?
—Sí, de chico
—dije—. Yo era uno de los que venía por un… “descarte”. —Ah, ya sé quién sos —dijo ella, con ternura—. Él te quería mucho. Una vez me dijo: ‘Hay que tener los ojos bien abiertos. A veces, lo que parece un niño pidiendo un caramelo, en realidad es un hermano mayor buscando una comida’.
Me quedé en silencio, con la garganta seca. El gesto de Omar no era solo generosidad, era dignidad. Nunca me hizo sentir un mendigo. Siempre me hizo sentir un socio al que le encomendaba la misión de alimentar a su tropa.
Nunca imaginé que el sonido de un martillo pudiera marcar tanto mi vida.
Me llamo Ernesto, tengo 45 años, y cada vez que paso por la vieja calle San Martín, todavía puedo escuchar ese tac-tac-tac inconfundible que venía del taller de Don Julián, el zapatero.
De chico, esa calle era mi mundo. Polvorienta, con casas bajas, paredes descascaradas y olor a pan recién hecho del horno de la esquina. Mi familia vivía al final, en una pieza alquilada, con techo de chapa y goteras que cantaban cuando llovía.
Éramos cinco: mi mamá, mis dos hermanas menores, mi papá y yo. Pero mi viejo se fue una noche y nunca volvió. Desde entonces, el silencio en casa era más pesado que el hambre.
Yo tenía once años y quería ayudar. Pero, ¿qué puede hacer un nene de once años?
Un día, mientras caminaba por la calle, vi a Don Julián. Estaba sentado frente a su taller, con sus gafas redondas y sus manos oscuras por el betún. En el suelo, una montaña de zapatos viejos que parecían esperar un milagro.
—¿Querés algo, pibe? —me preguntó sin levantar la vista.
—Solo miro —le respondí.
—¿Mirá qué? —dijo con una media sonrisa.
—Cómo arregla los zapatos.
No sé por qué lo dije. Tal vez porque siempre me había fascinado ver cómo de un zapato roto podía salir otro casi nuevo.
Él me observó un instante, y luego señaló una silla de madera.
—Si vas a mirar, por lo menos sentate.
Desde ese día, iba todos los días después de la escuela. Me sentaba y lo observaba trabajar. Era hipnótico. Golpes medidos, movimientos lentos, olor a cuero, a pegamento, a esfuerzo.
A veces me daba un trozo de pan con dulce.
—Hay que tener azúcar pa’ pensar —decía.
Yo asentía, masticando despacio, como si fuera un banquete.
Una tarde, me vio mirar mis zapatillas rotas. Tenían agujeros en la punta y el cordón estaba atado con un nudo imposible.
—Traé eso —dijo, señalándolas con la cabeza.
Se las entregué.
—Están muertas —le dije.
—Nada está muerto si todavía puede caminar —respondió.
Esa noche, volví a casa con las zapatillas remendadas, limpias, y con un brillo que parecía esperanza.
Mi mamá lloró al verlas.
—¿Quién te hizo esto?
—El zapatero —dije.
—Tenés que agradecerle bien.
—Ya lo hice, ma.
Pero no era cierto. No sabía cómo agradecerle lo suficiente.
Pasaron los meses. Cada día me enseñaba algo nuevo: cómo clavar sin romper el cuero, cómo enhebrar una suela, cómo pulir hasta ver el reflejo de uno mismo.
A veces me mandaba con encargos: “Llevále estos zapatos al señor Gutiérrez, y decile que le perdono la mitad”.
Yo no entendía por qué lo hacía.
Un día se lo pregunté.
—Don Julián, ¿por qué a veces no cobra todo?
Él sonrió, con los ojos cansados.
—Porque hay gente que paga con gratitud. Y esa moneda no se gasta.
No lo comprendí del todo entonces, pero lo guardé en mi cabeza.
Una noche de invierno, llegué al taller y lo encontré apagado. Solo la luz del fondo. Entré despacio. Don Julián estaba sentado, tosiendo, con un pañuelo en la mano.
—¿Está bien, Don Julián?
—Bah, es el frío que se mete en los huesos —dijo. Pero su voz temblaba más de lo habitual.
Desde ese día, empecé a ayudarlo en serio. No solo miraba: lustraba, cortaba, limpiaba. Él me corregía con paciencia.
—Despacio, Ernesto. No es fuerza lo que hace el zapato, es cariño.
Una tarde me pidió que barriera el piso mientras él dormía un rato en su silla. Lo hice, en silencio. Cuando terminé, lo cubrí con una manta. Su respiración era lenta, cansada.
Esa fue la última vez que lo vi con vida.
Murió una madrugada de julio.
Cuando fui al taller al día siguiente, había una cinta negra en la puerta.
Me quedé ahí, de pie, sin entender qué hacer. Todo olía igual, pero ya no sonaba el martillo.
Una vecina se me acercó.
—Vos sos el chico que venía siempre, ¿no? —me dijo con ternura.
Asentí.
—Me pidió que te diera esto.
Era una caja de madera, cerrada con una cuerda.
La abrí. Dentro había un martillo, una lezna, una bolsita de clavos, y una nota.
“La vida es como el cuero, Ernesto. Si la cuidás, dura. Si la descuidás, se rompe. No dejes que se rompa el alma.
Con cariño,
Julián.”
Lloré como nunca.
Con el tiempo, me convertí en zapatero. No por obligación, sino por amor. Puse mi taller en el mismo barrio, justo donde estaba el suyo.
En la pared, enmarqué su carta.
A veces, cuando entra algún chico con los zapatos rotos y la mirada triste, le digo lo mismo que él me dijo a mí:
—Nada está muerto si todavía puede caminar.
Y cada vez que termino de reparar un par de zapatos viejos, levanto la vista al retrato de Don Julián, y pienso que, de algún modo, él sigue ahí, golpeando despacio, marcando el ritmo de mi vida con ese sonido eterno: