—“¿Todavía escribes cartas a mano? Eso es del siglo pasado, Laura…” —le dijo riendo mientras miraba la hoja arrugada. Ella solo bajó la mirada, con los dedos temblando.
Marcos estaba convencido de que la tecnología había reemplazado todo.
Mensajes, emojis, audios… ¿para qué un papel manchado de tinta?
Pero ese día, cuando terminó con ella, Laura le dejó una última carta en el buzón.
No la abrió. La tiró en una caja, junto con otras cosas que no quería recordar.
Pasaron tres años.
Marcos cambió de ciudad, consiguió un trabajo nuevo, y creyó haber olvidado todo.
Hasta esa noche.
El avión donde viajaba comenzó a temblar con fuerza. Luces rojas. Gritos.
“¡Todos a sus asientos! ¡Pónganse el cinturón!”, gritó la azafata.
Marcos temblaba, mirando por la ventana el ala en llamas.
Sintió que todo se apagaba.
Y, de pronto, recordó esa carta.
La que nunca leyó.
Cuando la encontró después del accidente…
su corazón dejó de latir por un instante.
Cuando los rescatistas lo sacaron del avión, Marcos apenas respiraba.
Despertó en un hospital rural, con el cuerpo lleno de moretones y la mente vacía.
Le dijeron que fue un milagro que sobreviviera.
De los 137 pasajeros, solo nueve salieron con vida.
Una enfermera le entregó una bolsa con sus pertenencias.
Entre los restos chamuscados de su maleta, había un sobre viejo, amarillento, con su nombre escrito a mano.
“Para Marcos. No la leas ahora. Léela cuando creas que todo está perdido.”
Sintió un nudo en el estómago.
Era la letra de Laura.
La misma que había prometido no volver a escribirle nunca más.
Con manos temblorosas, abrió el sobre.
El olor del papel lo llevó directo al pasado.
Ella había escrito con tinta azul, con esa caligrafía torpe que tanto le gustaba.
“Si algún día te sientes solo, asustado o sin rumbo…
quiero que respires hondo y recuerdes esto:
no hay tecnología que pueda reemplazar un corazón que ama de verdad.
Cierra los ojos.
Si lo haces, te prometo que me sentirás abrazarte.
Porque, aunque no estemos juntos, sigo creyendo en ti.”
Las lágrimas comenzaron a caer sobre la hoja.
Por primera vez en años, sintió algo romperse dentro.
Miró por la ventana del hospital. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales.
Apretó el papel contra el pecho.
Podía escuchar su voz.
—Perdóname, Laura… —susurró.
Los médicos le dijeron que, durante el rescate, lo encontraron inconsciente con un papel en la mano.
“Quizá eso lo mantuvo despierto”, dijo una enfermera.
Semanas después, Marcos fue dado de alta.
Volvió a la ciudad con una sola meta: encontrarla.
Pero cuando llegó a la dirección donde vivía Laura, una vecina le contó que había fallecido hacía un año.
Cáncer. Silencioso. Rápido.
Marcos se quedó parado en la puerta, bajo la lluvia.
En el buzón había un sobre nuevo.
Sin remitente.
Lo abrió. Dentro, solo había una frase:
“Me alegra que finalmente leíste mi carta.”
Marcos sonrió entre lágrimas.
El viento soplaba suave, como una caricia.
Guardó ambas cartas en su chaqueta y caminó sin mirar atrás.
A veces —pensó— los mensajes más importantes no llegan por Internet…
llegan justo cuando el alma los necesita.
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