El salón estaba lleno de flores, música elegante y sonrisas falsas. Cuando Martín vio entrar a ella, sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
No la veía desde hacía siete años.
La había invitado solo para demostrarle que ahora él era alguien importante.
El dueño de una empresa. El hombre que “ganó” en la vida.
Pero lo que no imaginaba…
era que ella sería la dueña del hotel donde se celebraba su boda.
La exnovia pobre que él había humillado.
La que vendía pasteles en la calle mientras él soñaba con ser rico.
Ahora, era la mujer que tenía en sus manos el evento más caro de su vida.
Cuando la vio acercarse, vestida de negro elegante, con esa seguridad tranquila que solo da el éxito verdadero, Martín sintió que el piso desaparecía bajo sus pies.
—Bienvenido al Hotel Real, señor Duarte —dijo ella con una sonrisa profesional—.
Espero que disfrute su boda.
Martín no podía apartar los ojos de ella.
Camila… su Camila.
La mujer que una vez había amado, y que él había dejado porque “no era suficiente para su futuro”.
Se había casado con Laura, hija de un empresario poderoso, creyendo que eso le daría la vida perfecta.
Pero en ese momento, viendo a Camila caminar entre los invitados, se dio cuenta de que nada de lo que tenía lo hacía feliz.
Durante la cena, no pudo concentrarse en nada.
El discurso de su suegro, la música, los aplausos… todo se sentía lejano.
Solo la buscaba con la mirada.
En un momento, se acercó al bar.
Ella estaba allí, revisando algo en una tablet.
Respiró hondo y se animó a hablarle.
—Nunca imaginé verte aquí.
—Yo tampoco imaginé verte casándote en mi hotel —respondió ella, sin levantar mucho la voz.
Él tragó saliva.
—Escucha, yo…
—No te preocupes, Martín —lo interrumpió—. No guardo rencor. Cada quien sigue su camino.
Sus palabras fueron amables, pero había una distancia en su mirada que dolía más que cualquier reproche.
La misma mujer que antes temblaba cuando él la miraba, ahora ni siquiera parecía afectada.
—¿Cómo… cómo lograste todo esto? —preguntó él, intentando sonar casual.
Camila sonrió.
—Con trabajo. Con las mismas manos que hacían pasteles. Y con alguien que sí creyó en mí.
El corazón de Martín se apretó.
—¿Alguien?
—Sí —respondió—. Mi esposo. Falleció hace dos años, pero fue él quien me enseñó que el amor no se mide por el dinero.
Martín bajó la mirada.
Por primera vez en años, sintió vergüenza.
Vergüenza de su soberbia, de haber cambiado amor por apariencia.
Ella suspiró.
—Te deseo lo mejor, Martín. De verdad.
Y se fue, dejando tras de sí un perfume suave y un silencio que pesaba toneladas.
La boda continuó, pero él ya no estaba allí, al menos no con el corazón.
Miró a su esposa, rodeada de cámaras y gente interesada, y entendió algo demasiado tarde:
Había perdido al amor de su vida por querer impresionar a los demás.
Al día siguiente, canceló la luna de miel.
Nadie entendió por qué, pero esa noche volvió al hotel.
Pidió hablar con Camila, pero ella ya no estaba.
Solo dejó una nota en la recepción:
“Gracias por invitarme.
Ojalá algún día aprendas que lo que vale de verdad no se compra.”
Martín la leyó una y otra vez, hasta que una lágrima cayó sobre el papel.
Esa fue la primera vez, en muchos años, que lloró de verdad.
¿Tú también crees que el destino da segundas oportunidades? 🌙