“Salí a trabajar y olvidé apagar la estufa de gas. Di la vuelta corriendo en medio del camino para regresar a casa. Pero al abrir la puerta, me quedé paralizada ante la escena que tenía frente a mí.”

Era una mañana cualquiera en Guadalajara, de esas en que el sol entra por las cortinas antes de que uno haya tomado el primer sorbo de café.
María López, 29 años, contadora en una pequeña empresa de importaciones, preparaba el desayuno para su esposo, Tomás Ramírez, antes de salir corriendo al trabajo. Como siempre, ella era la primera en levantarse: cocinaba, planchaba, limpiaba y salía con el cabello aún húmedo, dejando el aroma de jabón en el aire.

Tomás, empresario del rubro de automóviles, llevaba meses comportándose de forma extraña. Llegaba tarde, hablaba poco, evitaba mirarla a los ojos. Cuando ella preguntaba, él sonreía forzadamente y decía:
“Son los negocios, amor. Mucha presión.”

María quiso creerle. Siempre quiso.

Aquella mañana, cuando María dobló en el gran cruce de Avenida Vallarta, el corazón le dio un vuelco.
De repente, un pensamiento la golpeó:

“¿Apagué la estufa?”

Recordó claramente haber puesto los huevos en el sartén y luego contestado una llamada de su jefe. Había bajado el fuego… ¿o no?

No lo pensó más. Dio un giro brusco con su viejo sedán y condujo de vuelta a su casa en Zapopan, el corazón latiéndole con fuerza.
Solo podía pensar: “Si hay una fuga de gas… si algo explota… Dios mío, qué he hecho.”

Al llegar, notó algo extraño. La reja estaba cerrada, pero dentro de la casa se filtraba una luz tenue desde el dormitorio.
“Qué raro… Tomás ya debería estar en la oficina.”

Empujó suavemente la puerta.
Un aroma fuerte a perfume la golpeó. Uno que no era suyo.
Y entonces escuchó voces bajas, risas ahogadas.

María sintió las piernas temblarle. Avanzó despacio hasta la habitación. La mano en la manija, fría como hielo.

Empujó la puerta apenas un poco.
Y el mundo se le vino abajo.

En la cama, Tomás abrazaba a una mujer joven, el cabello desordenado sobre la almohada. La ropa estaba esparcida por el suelo.
“Ella es tan ingenua… aún cree que estoy en una reunión,” murmuró él, sonriendo.

El aire se le escapó del pecho. No gritó. No lloró. Solo se quedó allí, escuchando su propia respiración quebrada.

Entonces vio, desde el pasillo, la llama azul de la estufa, ardiendo aún en la cocina.

María caminó despacio hacia el fuego. El resplandor iluminaba su rostro pálido.
Miró la llama un largo rato.
Era pequeña, pero viva.
Como su matrimonio: aún encendido, aunque a punto de extinguirse.

Cerró la válvula con un clic.
Sirvió el café que se había enfriado, recogió los platos, guardó el pan. Luego, tomó su bolso y salió sin hacer ruido.

Cuando Tomás escuchó la puerta cerrarse, se incorporó alarmado.
Corrió hacia la sala, pero ya era tarde.
Solo encontró una hoja doblada sobre la mesa.

“Tienes razón. Soy ingenua.
Pero si hoy no hubiera olvidado apagar la estufa, tal vez esta casa ya sería cenizas, y tú no tendrías a quién engañar.
Gracias por mostrarme que lo que debía apagar no era el fuego, sino nuestra historia.”

Tomás se desplomó en el sofá, el rostro blanco como el yeso.
Recordó que justo esa semana había una fuga leve en la conexión del gas —lo había notado, lo había ignorado.
Si María no hubiera regresado, él y su amante probablemente estarían muertos.

Meses después, en un barrio tranquilo de Tlaquepaque, María abrió una pequeña fonda llamada “El Fuego Azul”.
Cada mañana, el chisporroteo del sartén y el olor a huevos con chorizo llenaban el aire.
Los vecinos iban por su desayuno y por su sonrisa serena.

Una clienta curiosa le preguntó un día:
“¿Por qué eligió ese nombre, señora? ¿El Fuego Azul?”

María sonrió, mirando la llama de su cocina.
“Porque aprendí que no todos los fuegos se apagan por miedo… algunos se apagan para salvarse.”

Y mientras la luz azul bailaba bajo el sartén, María supo que aquel olvido no había sido un error del destino…
Había sido su salvación.