“Cuando el frío de febrero los golpeó, un niño atrapó un secreto que cambiaría todo”

El aire de febrero, en el pequeño pueblo industrial de Vicente Guerrero, era de una frialdad mordaz, una presencia casi física que quemaba el rostro y obligaba a los transeúntes a apresurarse con el cuello del abrigo levantado.
Santiago, un niño de once años cuyos ojos portaban una gravedad más allá de su edad, apretó su bufanda tejida por su abuela y ajustó su gorro con un pompón ya desteñido. Después de la escuela, tenía que pasar por la farmacia para comprar medicinas para su madre. Ella tosía desde hacía dos días, pero había salido a trabajar en la secundaria del pueblo, donde enseñaba inglés y literatura a los alumnos de tercer y cuarto grado de secundaria.

—No podemos abandonar a los niños —había dicho ella esa mañana al ponerse una chaqueta fina de los años noventa, reliquia del tiempo en que su padre aún vivía. Y además, no había nadie para reemplazarla. La señora Ramos estaba enferma y la señora Ortiz de permiso.

Santiago recordaba a su madre, Ana, de pie frente al espejo del pasillo, envolviéndose en el chal de lana de su abuela para buscar al menos algo de defensa contra el viento penetrante. Había estado enfermándose más seguido últimamente. Después de la muerte de su esposo, sargento primero del ejército, que murió tres años atrás en un conflicto en el extranjero, su vida había cambiado por completo. Una pequeña pensión militar y el salario de maestra. Era su único ingreso. Nunca había suficiente dinero para nueva ropa de invierno. Había que arreglar lo viejo.

Perdido en sus pensamientos, Santiago no notó al principio el sedán negro de lujo que cortó el aire helado, salpicándolo de una fina capa de nieve. No tuvo tiempo de ver la marca; pasó tan rápido. Santiago solo había visto ese tipo de coche en la televisión, en concursos donde los ganadores lo llevaban como premio, o en las telenovelas que veía su vecina, la señora Gutiérrez.

Probablemente uno de esos magnates de la tecnología, pensó el chico, recordando cómo su madre hablaba de la nueva ola de riqueza que transformaba ciertas zonas del país. Lo decía sin entusiasmo, pero con un tipo de pena indefinible en la voz, especialmente cuando mencionaba que un niño del edificio, Víctor Sánchez, ya era dueño de una cadena de supermercados y manejaba un Mercedes.

El coche frenó de golpe al entrar al nuevo centro comercial, “La Pirámide”, el orgullo de su pequeño pueblo. Santiago aminoró el paso instintivamente, la curiosidad despierta. Un hombre alto salió del vehículo, con un abrigo largo y oscuro que parecía costar más que toda la ropa que él tenía con su madre. El chofer abrió obedientemente la cajuela, y el hombre sacó algo.

Santiago se acercó un poco y vio que el rico sostenía una chamarra de cuero. La examinó con gesto de desdén, dijo algo al chofer y se dirigió decidido hacia los contenedores de basura junto al centro.

El corazón de Santiago se aceleró. Sabía que su madre no aprobaría lo que estaba a punto de hacer. Ella siempre decía: —No somos mendigos, Santiago. Tenemos nuestra dignidad. Pero el chico no pudo evitar pensar en su madre tiritando en su viejo abrigo, entornando el rostro dentro de la bufanda para calentarse, despertándose de noche con tos. La chamarra de cuero estaba casi nueva. Quizás algo doblada en los codos o faltaba un botón. ¿De verdad se podía desechar algo tan bueno por algo tan trivial?

El niño recordó lo que su madre decía sobre la sociedad de consumo, donde se compra más y se desecha lo viejo sin pensar. —No era así antes —decía—. Antes las cosas se cuidaban, se arreglaban, se heredaban. Ahora… ahora todo es distinto.

El rostro de su madre se impuso en su mente —pálido por el cansancio, con finas líneas alrededor de los ojos aparecidas los últimos tres años. La forma en que esa mañana apretó su chal de lana, la manera en que tomaba en secreto pastillas baratas para la tos, creyendo que él no lo veía.

—¡Esperen! —gritó el chico antes de pensar, corriendo hacia el hombre que ya alzaba la tapa del contenedor.

El magnate se volvió, sorprendido. De cerca parecía más joven que de lejos. Cuarenta años, quizás. Un rostro cuidado, reloj caro en la muñeca, el cabello perfectamente peinado, y unos ojos fríos pero atentos. El cuello del abrigo olía a colonia de diseñador.

—¿Qué quieres, niño? —preguntó el hombre, con un tono de molestia.

La boca de Santiago se secó. Nunca había osado hacer algo así. En su pequeño departamento colgaba el retrato de su padre en uniforme —fiero, atlético, mirada firme. ¿Qué habría dicho él en ese momento? Pensó el chico, pero la imagen de su madre congelada por el frío lo venció.

—¿Podría quedarme con esa chamarra para mi mamá? —dijo, señalando la prenda que el hombre sostenía aún. —Ella tiene mucho frío. —La voz le traicionó y le subieron las mejillas.

El desconocido arqueó una ceja, miró a Santiago. Una chamarra usada, evidentemente de adulto. Un gorro tejido con pompón, de esos que las abuelas hacen. Botas viejas pegadas con super-pegamento. El chico mantenía la cabeza alta, mirada franca —resuelto, pero con miedo oculto y una seriedad poco propia de un niño. Había algo en sus ojos que hizo vacilar al hombre, como si viera un reflejo de algo olvidado.

—Tienes arrestos, ¿eh? —gruñó tras un momento—. ¿Cómo te llamas?
—Santiago —respondió el niño, esforzándose por dar firmeza como su padre se lo había enseñado: un hombre debe hablar con confianza, hijo.

—¿Y qué te hace creer, Santiago, que una chamarra de hombre le quedará bien a tu mamá? —La voz del desconocido no era burlona; más bien genuinamente curiosa.
—Siempre le queda mejor que la que tiene —dijo Santiago, bajando los ojos—. Y además, mamá sabe coser. Lo aprendió cuando trabajaba para un sastre cuando el dinero faltaba. Podrá ajustarla. Cuando papá vivía, transformaba su ropa vieja para mí. —No sabía por qué contaba todo eso a un desconocido. El nerviosismo quizá. O la ansiedad de que el hombre comprendiera. No eran mendigos, simplemente pasaban por un mal momento.

Algo pasó en la mirada del hombre. Tal vez interés, o un recuerdo lejano. —¿A qué se dedicaba tu padre? —preguntó mientras aún sostenía la chamarra.
—Era militar —respondió Santiago con orgullo—. Sargento primero. Recibió la Medalla al Mérito. A título póstumo.
—Lo conoció la batalla —no fue pregunta.
—Sí —contestó el niño secamente. No le gustaba hablar de eso con desconocidos. Dolía demasiado rememorar el aviso oficial que recibió su madre, sus sollozos en la almohada de noche, luego los trámites para la pensión.

De pronto el hombre extendió la chamarra. —Tómala —dijo—. Pero ni se te ocurra venderla. Lo comprobaré.
Santiago no creyó lo que sus ojos veían ni lo que oían. La chamarra era impecable: cuero oscuro, forro cálido, costuras cuidadas. Quizás grande para su madre, pero podría ajustarla o usarla tal cual. De todas formas, mucho mejor que su viejo abrigo.
—Gracias —susurró el niño, atónito ante su suerte—. No la venderé, lo prometo. Es de verdad para mi mamá.
El hombre asintió, como grabando sus palabras. En su mirada había algo extraño. No lástima. Más bien reconocimiento, como si viera a alguien de su pasado. —¿Cómo se llama tu mamá? ¿Dónde trabaja? —
—Ana Cruz —respondió Santiago, un poco desconcertado por las preguntas—. Enseña en la secundaria de Vicente Guerrero, inglés y literatura.
El hombre volvió a asentir. —Dile que le mando saludos —dijo—. De parte de Andrés Warren. —Y, con esas palabras, se dio vuelta y regresó a su coche donde el chofer esperaba pacientemente.
Santiago lo siguió con la mirada, apretando el regalo inesperado contra sí. La chamarra olía a colonia y estaba tan caliente que hasta sus manos se habían recalentado pese al gélido febrero. Warren, repitió el niño para sí mismo. El nombre le decía algo, aunque no sabía de dónde. —Mamá estará tan contenta —pensó mientras doblaba cuidadosamente la chamarra para meterla en su mochila. Ya se imaginaba contándole la historia esa noche, viéndola fruncir el ceño al principio diciendo que no se acepta algo de un extraño, y luego sonreír y probarse la prenda.
Santiago regresó a casa casi volando, olvidando incluso la farmacia. A medio camino recordó, dio vuelta y alcanzó a comprar el jarabe para la tos —una marca genérica barata, pero fiable. La farmacéutica, la señora Ortiz, que conocía a Santiago y a su madre, le hizo hasta un pequeño descuento.
En el camino, el niño sacó la chamarra de su mochila dos veces solo para asegurarse de que no estaba soñando. En aquel viejo edificio de pre-guerra, con el recubrimiento desconchado y el ascensor que siempre rechinaba, algo así era raro. Solo Paulito, del edificio de al lado, cuyo padre camionero traía ropa de marca, tenía prendas tan bonitas. Pero Paulito era presumido y solo andaba con los “niños de bien”.
El departamento estaba silencioso y vacío. Su madre no llegaría hasta la noche. Tenía junta pedagógica luego de clases. Santiago calentó la sopa de la mañana, comió, hizo su tarea, luego sacó con cuidado la chamarra de su mochila y la tendió sobre el sofá. A la luz de la vieja lámpara de escritorio con pantalla verde, se veía aún más hermosa. Cuero marrón suave, forro cálido, costuras perfectas. Importada, pensó, recordando cómo su abuela pronunciaba esa palabra con respeto al referirse a los objetos más valiosos de casa.
La colgó con cuidado, alisando los pliegues. Su madre siempre decía que hay que tratar bien las cosas, sobre todo ahora que comprar algo nuevo era tan difícil. Santiago decidió revisar los bolsillos antes de lavarla, como su madre lo hacía. En el bolsillo derecho halló un ticket arrugado de una tienda de electrónica, unas monedas, una tarjeta de restaurante, y un papel de chicle hecho bola. Puso cuidadosamente esos hallazgos sobre la mesa, planeando tirar todo salvo la moneda, que pondría junto a la cartera de su madre.
Luego metió la mano en el bolsillo interior izquierdo y sintió algo grueso y rectangular. Su corazón se aceleró. Sacó el objeto y se quedó paralizado. En sus manos tenía un sobre grueso color café sellado con cinta. A través del papel percibió algo extraño. No era una simple carta. Santiago dio vuelta al sobre. Ningún nombre, ninguna dirección, solo una inscripción con bolígrafo azul: “Para la operación de Kevin. Urgente.”
Una oleada le subió al rostro. Doblemente. Levantó cuidadosamente una esquina del sobre y echó un vistazo al interior. Fajos de billetes. Muchos fajo­-les, ceñidos por bandas de banco. Nunca había visto tanto dinero de una sola vez. Sus manos comenzaron a temblar. El sobre se le escapó y varios paquetes de billetes nuevos de cien dólares se esparcieron por el suelo.
Santiago se quedó paralizado, incrédulo. Se inclinó con temblor para recoger el dinero. Los billetes parecían recién sacados del banco. “Para la operación de Kevin. Urgente.” La inscripción tomaba sentido. Rápidamente calculó el total. Cerca de trescientos mil dólares. A su madre le llevaría años y años juntar semejante suma. Con eso se podía comprar un departamento, un coche, pagar cualquier tratamiento.
Pero antes de que terminara ese pensamiento, la imagen de su padre vino a su mente —alto, robusto, mirada franca. “Nunca tomes lo que no te pertenece, hijo,” escuchó casi la voz paterna. “Jamás, pase lo que pase.”
La cerradura de la puerta sonó. Su madre había llegado. Santiago guardó precipitosamente el dinero en el sobre y corrió al pasillo.
—Mamá, tienes que ver algo —balbuceó.
Ana Cruz, una mujer menuda con el cabello castaño salpicado ya de canas prematuras, le dirigió a su hijo una sonrisa cansada. Su rostro pálido delataba que aún no estaba bien.
—¿Qué pasa, cariño? —preguntó al quitárs­e la bufanda.
Santiago esperó a que se quitara el abrigo y entrara a la cocina, luego contó todo: el hombre rico junto a los contenedores, la chamarra que pidió, y el hallazgo en el bolsillo.
—Y esto —concluyó— te lo traigo. —Le tendió el sobre. —Hay mucho dinero acá. Para la operación de un tal Kevin.
Ana tomó el sobre, miró dentro y dejó escapar un suspiro.
—Dios mío, ¿cuánto hay ahí? —
—Cerca de trescientos mil —respondió Santiago—. Lo conté.
Su madre se hundió en una silla, apretando el sobre contra sí.
—¿Y ese hombre… te dijo quién es? —
—Me dijo que te mandara saludos: Andrés Warren —respondió Santiago.
Una expresión extraña cruzó el rostro de Ana. Palideció aún más y desvió la mirada hacia la ventana.
—¿Lo conoces? —se atrevió a preguntar el niño.
—Sí —contestó suavemente su madre tras un silencio—. Hace mucho tiempo. Fuimos al mismo bachillerato. Él era… diferente, en ese entonces. —Había tanta tristeza en su voz que Santiago no se atrevió a interrogar más.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó él en cambio.
—Lo devolvemos, por supuesto —respondió Ana sin vacilar—. Ese dinero no es nuestro, y es para una operación. Quizás una cuestión de vida o muerte.
Santiago asintió. Sabía que era lo correcto.
—¿Pero cómo lo vamos a encontrar? —
—Si Andrés Warren se volvió tan importante como dices, no será difícil —dijo su madre encendiendo su viejo celular. Al cabo de unos minutos de búsqueda, descubrieron que Warren Construction era un gran grupo inmobiliario que había construido el centro comercial nuevo de la ciudad y estaba edificando un complejo residencial de lujo en la periferia.
—Mañana iremos a su oficina a primera hora —decidió Ana—. Yo faltaré a mis dos primeras clases. Es más importante.
La mañana siguiente fue agitada. Ana se levantó con fiebre, pero se negó a quedarse en casa.
—Tenemos que devolver el dinero —dijo al tomar un antipirético—. Es para una operación.
Llamó al colegio y avisó que llegaría tarde. Luego ella y Santiago se prepararon y salieron al helado febrero. Empacaron la chamarra en una bolsa, y Ana guardó el sobre en el bolsillo interior de su abrigo.
Las oficinas de Warren Construction estaban en un nuevo centro de negocios, una torre de vidrio en el corazón de la ciudad. En el amplio vestíbulo, guardias de seguridad vigilaban y personas de negocios pasaban con portafolios y documentos. Subieron al piso diecisiete y entraron a una gran recepción donde una joven secretaria los recibió.
—Queremos ver al señor Andrés Warren —dijo Ana—. Es por un asunto personal. Dígale que es Ana Cruz de la secundaria de Vicente Guerrero.
La secretaria alzó una ceja pero marcó. Tras escuchar, colgó.
—Por favor, siéntense —dijo señalando unos sillones cerca de las ventanas—. Alguien le atiende en breve.
Diez minutos después la puerta se abrió y Andrés Warren apareció. Traje impecable, imponía aún más que fuera de la oficina.
—¿Ana? —dijo con verdadera sorpresa—. Ana Cruz, no lo creo.
—Hola, Andrés —contestó calmamente la madre levantándose—. Ha pasado mucho tiempo.
—Veinte años —reflexionó Warren—. La última vez fue en el baile de graduación. —Miró a Ana y luego a Santiago—. Y este es tu hijo. El valiente chico que pidió una chamarra para su mamá.
—Este es mi Santiago —dijo Ana apoyando la mano en el hombro del niño.
—Pasen a mi oficina —propuso Warren—. Será mejor para hablar.
Su despacho era una habitación amplia con ventanales que daban a toda la ciudad. —Tomen asiento —dijo señalando sillas alrededor de una mesa de reuniones—. “Laura”, a su secretaria, “traiga té y algo de café y galletas.”
Cuando quedaron solos, Ana sacó el sobre y lo colocó sobre la mesa.
—Aquí tienes, Andrés. Mi hijo lo encontró en el bolsillo de la chamarra que nos diste. Hay trescientos mil dólares. Venimos a devolvértelos.
Warren abrió el sobre, lo revisó. La sorpresa y otra emoción indecible aparecieron en su rostro.
—¿Encontraron tanto dinero y vinieron a devolverlo? —preguntó mirando a Santiago.
—Claro —encogió de hombros el niño—. No es nuestro, y es para la operación de un tal Kevin. Está escrito.
Warren negó con la cabeza, como si no lo creyera.
—Sabes, Santiago, poca gente haría eso —dijo—. Gracias. Y gracias, Ana —añadió dirigiéndose a su madre— por haber criado un hijo así.
—¿Quién es Kevin? —preguntó Santiago—. ¿Sí necesita la operación?
—Sí —asintió Warren—. Kevin Peterson, mi chofer. Tiene una grave cardiopatía. Necesita una operación compleja. El seguro no cubre, y la espera en el público es muy larga.
—¿Y usted llevaba tanto dinero en el bolsillo de una chamarra? —se sorprendió Ana.
Warren se puso sombrío.
—Ayer no estuve yo —admitió—. Me peleé con mis socios, y luego supe lo de Kevin. Decidí llevar el dinero a la clínica de inmediato, pero en el camino entré a cambiarme. Y entonces —miró a Santiago— te encontré, y algo en tus ojos me recordó al niño que fui.
Una asistente entró con la bandeja.
—Sírvete —dijo Warren—. Sobre todo tú, Santiago. Un cuerpo que crece necesita energía.
—También devolvemos la chamarra —dijo el niño sacándola de la bolsa.
—No —sacudió la cabeza Warren—. Quédensela. Cuando crezcas la usarás. O bien —miró a Ana— tu madre podrá ajustarla para ella. Siempre fue buena costurera. Recuerdo que en el baile del bachillerato todas las chicas estaban celosas del vestido que se había hecho con la falda vieja de su madre.
Ana sonrojó y desvió la mirada.
—Gracias, Andrés, pero es un regalo demasiado caro.
—Considérenlo una prima por la devolución —dijo Warren con firmeza—. Es lo habitual.
—No necesitamos… —empezó Ana, pero Warren la interrumpió.
—Ana, no seas orgullosa. Te escucho toser. Y vi tu abrigo. No te protege del todo. Y afuera hace un frío de muerte. —Se levantó de repente y se dirigió a la ventana, de espaldas a ellos—. Sabes, Ana, he visto muchas cosas —comenzó mientras contemplaba la ciudad—. He conocido ricos y pobres, pero personas honestas como tú y tu hijo… casi no quedan.
Se dio la vuelta hacia Santiago.
—Dime, hijo, ¿tienes un sueño? ¿Qué quisieras más que nada?
Santiago dudó, miró a su madre. Ella le hizo un gesto de ánimo.
—Quiero que mamá ya no esté enferma —dijo con voz decidida—. Y que no tenga que trabajar dos empleos. Muchas noches corrige exámenes y luego hace traducciones. Sabe muchísimo inglés.
La mirada de Warren se posó en Ana y la cruzó una sombra de pesar.
—¿Es tan grave? —preguntó en voz baja.
—Nos arreglamos —contestó Ana firme—.
—Pero el médico dijo que necesitas una radiografía de los pulmones —intervino Santiago—. Y siempre lo pospones.
—¿Por qué lo pospones? —frunció Warren.
—No tengo tiempo —suspiró ella—. Tengo un grupo de examen, las pruebas están cerca. Cada día cuenta.
Warren asintió y pulsó un botón en su escritorio.
—Laura, contacta la clínica del Dr. Gómez. Diles que solicito una cita hoy mismo para una vieja amiga, evaluación completa. Lo mejor que hacen. Y prepara también los documentos del nuevo programa educativo del que hablamos la semana pasada. —Se volvió hacia sus invitados estupefactos.
—Ana, hoy vas a esa clínica privada. Te harán un examen completo. Y no preguntes. —Le alzó la mano—. Considera que es mi forma de agradecerte por devolver el dinero. ¿Recuerdas cuando en cuarto grado me diste tu sandwich porque olvidé mi almuerzo antes del concurso de matemáticas? Dijiste: “No se piensa con el estómago vacío.” Eso me marcó, en ese entonces.
Ana sonrió, como rejuvenecida.
—¿Te acuerdas? —
—Me acuerdo de muchas cosas —dijo en serio Warren.
La evaluación médica reveló que Ana tenía un principio de neumonía. Warren insistió en que tomara una semana de incapacidad, pagó los medicamentos importados y cubrió todas las facturas. Esa noche, su chofer entregó un paquete. Dentro, junto a los medicamentos, había una carta oficial con membrete de Warren Construction. En ella se ofrecía a Ana Cruz el cargo de directora de un nuevo programa de apoyo educativo, con un salario cinco veces mayor al de profesora y un horario flexible.
—¡Guau! —fue lo único que pudo decir Santiago—. ¿Lo aceptarás?
Ana miró la carta, luego la pequeña tarjeta manuscrita que la acompañaba. Decía:
“Ana, aprovecha esta oportunidad para comenzar una nueva vida. No por mí, ni siquiera por ti, sino por tu hijo. Siempre mereciste más que corregir hasta tarde. Tu viejo amigo, Andrés.”
Una semana después, ya recuperada, Andrés los visitó. Trajo una chamarra de cuero más pequeña para Santiago —la réplica exacta de la otra— y un viaje: dos semanas a un balneario en Cancún para las vacaciones de invierno.
—Considérenlo un adelanto de tu futuro trabajo si aceptas mi oferta —dijo—, o solo un regalo de un viejo amigo si lo rechazas.
Ana aceptó el cargo, con una condición: seguir enseñando a medio tiempo.
—No puedo abandonar a mis alumnos —dijo.
Andrés sonrió.
—Sabía que dirías eso. No has cambiado, Ana.
La estancia en Cancún fue un giro. Andrés los acompañó, alojándose en la habitación contigua. Lejos de la presión de los negocios, era otro hombre. Habló horas con Ana, caminando por la playa, llenando veinte años de ausencia. Confesó que había estado enamorado de ella desde el bachillerato, pero había tenido miedo de decírselo antes de irse a estudiar a la ciudad.
—Fui cobarde —admitió una noche al atardecer—. Miedo a que dijeras que no, miedo a estropear nuestra amistad. Y luego… fue demasiado tarde.
—Siempre lo supe —confesó ella suavemente—. Pero esperaba que lo dijeras.
Regresaron no como viejos amigos, sino como una familia que apenas comenzaba. Meses después, en el primer aniversario del día que Santiago pidió la chamarra, Andrés dio el paso. Se casaron en mayo, rodeados de un pequeño círculo de amigos y familiares. Santiago fue testigo de su madre, y el hijo de Andrés, Alejandro, el de su padre. Los dos niños, al principio recelosos, se unieron rápido: dos hijos que solo querían ver a sus padres felices.
Se mudaron a la gran casa cómoda de Andrés, pero él insistió en que el retrato del padre de Santiago, el sargento David Cruz, tuviera un lugar de honor en la sala. —Fue un héroe —dijo Andrés—. Y forma parte de la historia de esta familia.
Pasaron los años. El programa educativo de Ana prosperó, ofreciendo apoyo escolar y campamentos de verano a cientos de niños desfavorecidos. Santiago, inspirado por el trabajo de su madre y su padrastro decidió convertirse en profesor de historia.
—Quiero que los niños entiendan que la historia no es solo una sucesión de fechas —explicó—. Es una cadena de actos humanos, y cada decisión cuenta.
El día del trigésimo cumpleaños de Santiago, justo cuando había sido nombrado director de la secundaria de Vicente Guerrero, la familia se reunió. Andrés, Ana, Santiago y su esposa, Alejandro con su familia, y su hermana menor, Valentina, ocho años, nacida del amor tardío de Andrés y Ana. Se colocaron frente a la antigua chamarra de cuero, ahora enmarcada en su hogar.
—Saben —dijo Andrés mientras alzaba su copa—, hace siete años yo era un hombre lleno pero vacío. Luego un niño de once años me pidió una vieja chamarra, y todo cambió.
—No fue la chamarra la que nos cambió —corrigió suavemente Santiago—. Fue lo que hicimos después. Fue haber elegido hacer lo correcto.
—Mi mamá siempre decía: “Haz lo correcto, y lo bueno te regresará” —continuó él mirando a su madre que brillaba de orgullo—. Y ella tenía razón.
La chamarra seguía siendo un legado familiar, el símbolo de su historia. En su bolsillo interior, una colección de pequeños mensajes se había formado, añadidos cada año en el aniversario de aquel frío día de febrero.
El primero, con la letra infantil de Santiago:
“Las buenas acciones regresan en buenas cosas.”
El segundo, de Andrés:
“Gracias por la segunda oportunidad.”
Otro, de Ana:
“No sabía que la felicidad podía nacer del simple gesto de amor de un niño.”
Y el último, escrito por la pequeña Valentina:
“Quiero ser profe como mamá y Santiago, para que sigan pasando las buenas cosas.”
La historia había cerrado el círculo, sin terminar realmente. Se continuaba en cada alumno al que Santiago enseñaba, en cada niño ayudado por el programa de Ana, y en esa comprensión tranquila de que las cosas más valiosas de la vida no se compran. Se merecen — con honestidad, bondad y el valor de pedir ayuda cuando más se necesita.