Mi esposo murió hace cinco años, pero anoche le respondí un mensaje… Uno que no era para mí, sino para él.

Mi esposo se fue demasiado pronto. Nuestra hija tenía apenas 4 años cuando él falleció en ese accidente.
La gente siempre dice que a esa edad es imposible formar recuerdos sólidos, pero yo sé que mi hija lo recordaba.
Veía fotos de él y sus ojitos brillaban; decía “papá” con una certeza que me rompía el alma.

Cuando cumplió 5, descubrió que yo guardaba aun su contacto en WhatsApp, con su foto. Una tarde, la encontré con mi teléfono en la mano, tomándole una foto a su oso de peluche.

“¿Qué hacés, mi amor?”, le pregunté.

“Le mando una foto a papá. Para que la vea en el cielo”, me dijo, muy seria.

Esa noche, no pude dormir. Vi el mensaje que había enviado a ese número inactivo. Era solo una foto borrosa.
Saqué el chip de él, lo puse en un teléfono viejo que tenía guardado y, con las manos temblando, le respondí.

“Qué hermoso oso, mi princesa. Te veo desde acá arriba. Te amo”.

Al día siguiente, ella corrió hacia mí gritando:
“¡Mamá, mamá! ¡Papá me contestó!”

Y así nació nuestro secreto.
Se convirtió en un ritual.
Cuando empezó la primaria, le mandó una foto con su uniforme.
Yo le respondí esa noche: “Felicitaciones en tu primer día, mi vida. Estuviste muy valiente. Te estuve mirando”.
Ella me abrazaba feliz, convencida de que su papá la cuidaba desde el cielo.

Seguimos así durante años. Le contaba de sus amigos, de sus caídas, de sus dibujos.
Y yo siempre estaba ahí, siendo la voz de él, diciéndole lo orgulloso que estaba.

Pero un día, cerca de sus 7 años, simplemente dejó de escribirle.
No dijo nada, solo… paró.
Guardé el teléfono viejo y la vida siguió.

Hoy tiene 9 años.
Llegó corriendo de su clase de gimnasia, con el pelo revuelto y los ojos brillantes, agitando una medalla dorada frente a mi cara.

“¡Gané, mamá! ¡Gané el primer lugar en la competencia!”, gritó, saltando en el lugar.

La abracé tan fuerte que casi la dejo sin aire.
“¡Mi amor, qué orgullo! Estoy tan feliz por vos”, le dije.
Hice una pausa y la miré con ternura.
“¿No querés… no querés mandarle una foto de la medalla a papá?”

Ella dejó de saltar. Me miró fijo, pero esta vez no con la inocencia de sus 4 años, sino con una madurez que a veces me asusta.
Sonrió suavemente.

“Mami…”, me dijo, casi en un susurro, mientras tomaba mi mano.
“Yo siempre supe que eras vos”.

Me quedé sin aliento. No supe qué responder. Sentí que todo el aire se iba de mis pulmones.

“¿Lo… lo sabías? ¿Desde cuándo?”, alcancé a preguntar.

Ella se encogió de hombros y apretó mi mano.
“No sé. Desde hace mucho. Pero no importaba. Era lindo. Era lindo imaginar que él de verdad estaba ahí arriba, mirándome. Y era lindo saber que vos estabas acá, ayudándome a sentirlo”.