Título: “Cuando el charco habló más fuerte que el motor”

El SUV amarillo rebotó sobre el charco, salpicando una nube gris hacia doña Carmen, que apenas cruzaba lento la calle con su andadera. ¡Plaf! El agua le llegó hasta las rodillas, mezcla de lodo y desprecio. Yo estaba justo al volante del camión urbano, frenando en seco sin entender del todo lo que pasaba, pero con la mirada fija en los tacones de ella: se le clavó un pedazo de grava en la suela, se detuvo, parpadeó, limpió el reflejo del lodo de sus gafas.

– ¡Señora! —grité sin pensar—. ¿Está bien?
Y el tipo del SUV: bajó la velocidad, se volteó un poco, las ventanillas bajas, sonrisa torcida. “Ups… lo siento”, dijo en tono de burla, y pisó el acelerador otra vez. Esa frase quedó rebotando en el aire mientras doña Carmen me miraba. Tenía 68 años, manos marcadas por mucho barrer patio, romper costales, levantar albañilería cuando era joven. Su andadera chirriaba. El gris del lodo en su falda formó una raya que parecía decir: aquí estoy y no me escondo.
Yo respiré hondo, apreté el freno de mano, bajé del camión.
– ¿Quiere venir arriba conmigo hasta que se seque esa falda? –le ofrecí.
Ella titubeó. Pero al final subió con cuidado, agarrándose del pasamanos, y mientras subía, el tipo del SUV ya arrancaba otra vez, retumbando y dejándonos atrás, como si dijera que él manda. Pero no mandaba — al menos no ahí.
El aire quedó denso. Mis pasajeros me miraban, y el motor del camión rugía bajo. El sol se escondía detrás de un edificio naranja, y las palabras de doña Carmen al subir:
– Gracias, joven. No todos se bajan del autobús, ¿eh?
Y justo cuando me acomodaba el asiento para arrancar, noté que el tipo del SUV dobló enfrente, dirección a otro charco. Mi corazón latió fuerte porque algo en el aire me decía que no había acabado.
Lee más en el enlace de los comentarios, ¡haz clic ahora! 👇


Arranqué el autobús, el tanque cargado, los pasajeros murmurando. Doña Carmen se acomodó en un asiento al fondo, su falda aún húmeda, mirada tranquila. Le di unos pañuelos de papel del dispensador, ella los agradeció con un guiño.
Mientras tanto, afuera, la SUV amarilla seguía adelante, haciendo alarde de velocidad entre calles mojadas, sin importarle que cada charco fuese una trampa para la dignidad de otros. Me acordé de aquel dicho de la abuela: “El que ríe al último, ríe mejor, pero puede que ría solo”.
Y fue justo al doblar la calle de la iglesia cuando el karma vino con puntualidad mexicana. Esa calle tiene un tramo donde el drenaje se hundió, siempre se junta agua cuando llueve. Justamente en ese punto la SUV pasó, pisó fuerte, y un muro de agua saltó hacia la ventana del conductor. Un estruendo de agua y barro que dejó el vidrio empañado, el tipo frenó, maldijo. Yo, al volante del camión, lo vi todo: la mirada de sorpresa, las manos temblando.
No frené. Sólo cambié de velocidad suave y seguí tu rumbo. Dentro el silencio del camión fue un respiradero colectivo. Doña Carmen alzó la vista. 
– ¿Vio eso, joven? –me dijo en voz baja.
– Así funciona, señora —le respondí–. El respeto se da, se genera. Y si no se tiene… pues se devuelve distinta.
Se limpió la falda, se miró las gafas, y dijo:
– Pues gracias otra vez. Y que Dios le bendiga.
Yo aceleré solo un poco, el motor zumbando. Al detenernos en la siguiente parada bajó. Le abrí la puerta. Y antes de que se fuera dijo mirando al frente:
– Más vale charco leve que orgullo roto.
Me quedé pensando en eso. El tipo del SUV no lo supo, pero la lección ya estaba dada: el que hace con indiferencia, será hecho contra su ventana.
Y así, el camión arrancó hacia el atardecer, la calle mojada reflejando luces amarillas y rojas, los pasajeros bajando uno por uno con historias propias. Me apeé un segundo, cerré el camión, miré la SUV que se alejaba. Y sonreí. Porque en el fondo supe que lo que vale no es tener el coche más grande, la ropa más cara, la ventana más limpia — sino la dignidad de levantar la mano para ayudar, la valentía de bajarse del asiento para tender una falda manchada, la sencillez de decir “permítame” cuando todos dicen “yo primero”.
Así que, a ti que lees esto, que andas por la calle, en la micro, en el cajón del estacionamiento o subiendo escaleras: mira al lado. Ese señor mayor con andadera, esa mamá con cochecito, ese niño distraído… un charco, una mirada, pueden cambiarlo todo. Y recuerda: el respeto no cuesta nada, la bondad no se agota. Y cuando actúas con eso, el charco — o el espejo del mundo — te regresará algo.
Si te gusta esta historia, ¡compártela!