¿Y tú qué quieres ser, Ju-Yung? —me preguntó mi padre mientras cargábamos un saco de arroz entre los dos.
¿Y tú qué quieres ser, Ju-Yung? —me preguntó mi padre mientras cargábamos un saco de arroz entre los dos.
—No lo sé —le dije—, pero no esto.
Nací en Asan, una aldea tan pobre que la tierra parecía prestada. Éramos tantos en casa que si uno lloraba, otro tenía que esperar su turno. Comíamos una vez al día. A veces menos. Mi madre cocinaba lo poco que teníamos en una olla que ya no tenía tapa, y mi padre repetía que la tierra era lo único seguro en esta vida.
Pero yo no quería tierra. Ni arroz. Ni resignación.
A los 16, sin un centavo, me fui. Caminé más de 200 kilómetros hasta Seúl. No llevaba zapatos. Solo una toalla atada al cuello, una muda de ropa y el hambre como motor.
—¿Sabes hacer algo? —me preguntaron en mi primer intento de trabajo.
—Sé intentarlo —respondí.
Fui ayudante de albañil, luego obrero, luego carpintero. Dormía en los suelos de las obras o en cuartos alquilados por horas. Me envolvía en periódicos para no morir de frío. Me prometí que cada noche en el suelo sería un ladrillo más para mi propia casa.
Con los años, logré abrir un pequeño taller. Me sentía invencible… hasta que me estafaron. Perdí todos mis ahorros. La vergüenza me comía más que el hambre. Pensé en rendirme. Pensé en volver a casa.
Pero una madrugada, sentado en la acera con las manos sucias de grasa, me dije:
—Si ya perdiste todo, no tienes nada que temer.
Y volví a intentarlo.
Y fracasé otra vez.
Y volví a empezar.
Hasta que el taller creció. Y se convirtió en una pequeña empresa. La llamé Hyundai.
—¿Quién confiaría en un campesino para construir coches? —se burlaban.
—Quien cree en lo imposible —respondía.
Así nació el Hyundai Pony, el primer coche coreano. No era bonito, ni veloz… pero era nuestro. En las calles, la gente lo tocaba como si fuera una reliquia. Algunos lloraban. Yo también. Porque ese coche no solo tenía ruedas: tenía historia.
Nunca fui a la universidad. Nadie me enseñó finanzas, ni mecánica, ni liderazgo. Aprendí con golpes. Con caídas. Con dignidad.
—¿Y si te vuelve a ir mal? —me preguntaban.
—Entonces volveré a empezar.
Hoy muchos conocen la marca. Pocos conocen la historia. Yo no tuve fortuna, ni títulos, ni apellidos importantes. Solo tuve una idea: que el origen no define el destino.
Y por eso te lo digo hoy, con el corazón en alto:
Si no tienes dinero, pero sí coraje… sigue.
Si nadie cree en ti, pero tú sí… sigue.
Porque a veces, la vida no necesita más que eso: un alma que se niega a rendirse.
Y si alguna vez ves un coche Hyundai pasar por tu lado…El sol apenas asomaba sobre las montañas de Asan cuando Ju-Yung se despidió de su casa por última vez.
Tenía dieciséis años, los pies desnudos y un corazón lleno de fuego. Detrás quedaban su madre, su padre, y aquel campo de arroz que parecía no tener fin. “La tierra es lo único seguro”, le había dicho su padre. Pero él quería algo que la tierra no podía darle: quería futuro.
Caminó durante días, siguiendo el rumor de las carreteras que llevaban a Seúl. Cada paso era una promesa silenciosa. En su bolsillo solo había una toalla vieja y unas monedas que tintineaban como ecos de esperanza. Cuando llegó a la ciudad, el ruido lo abrumó, pero también lo hizo sentir vivo. Nadie lo esperaba, nadie lo conocía. Y por primera vez, eso le pareció una bendición.
Trabajó donde pudo: cargando piedras, levantando muros, reparando puertas. Cada jornada terminaba con las manos heridas y el cuerpo cansado, pero el alma despierta. Dormía sobre cartones y periódicos, mirando el techo roto de los talleres como quien mira el cielo. Soñaba con máquinas, con movimiento, con algo que aún no sabía cómo llamar: progreso.
Los años pasaron y el muchachodel campo se convirtió en un hombre de acero. Aprendió a construir con precisión, a negociar con respeto y a caer sin romperse. Abrió un pequeño taller. Luego otro. Hasta que la vida, caprichosa, le arrebató todo en una sola estafa. Esa noche lloró sin vergüenza, sentado en la acera, con las manos manchadas de grasa y la frente en las rodillas. Pero al amanecer, cuando el primer rayo de sol tocó su rostro, recordó algo que su madre solía decirle: “Dios prueba al que quiere ver crecer.”
Volvió a empezar. Una vez más. Y otra.
Hasta que su pequeño taller se convirtió en un nombre que resonaría más allá de las fronteras: Hyundai.
No era solo una empresa; era una respuesta. Una respuesta a todos los que decían que un campesino no podía construir coches, que un pobre no podía soñar tan alto.
Pero Ju-Yung demostró que la grandeza no nace del dinero, sino del coraje.
Cuando los primeros autos salieron a las calles de Corea, la gente los tocaba con orgullo, como si en cada metal latiera el corazón de un país entero. Ju-Yung los miraba con los ojos húmedos. No veía máquinas: veía historia, veía fe, veía el eco de un niño que una vez le dijo a su padre: “No quiero esto… quiero más.”
Y aquel “más” cambió el destino de una nación.