“Vendieron todo para irse del caos de la ciudad… pero nadie imaginó lo que encontrarían en su nuevo ‘paraíso’”
—¿Estás segura de esto, Vale? —preguntó Miguel mientras cerraba por última vez la puerta del departamento.
El eco del golpe resonó por el pasillo vacío. Las cajas, las plantas, el viejo microondas… todo se había ido. Solo quedaba el aire espeso de los recuerdos.
—Sí, Miguel. Ya no quiero vivir corriendo, pagando renta absurda, tragando smog y escuchando claxon todo el día. Quiero respirar —respondió ella, mirando por la ventana hacia el tráfico eterno de la Ciudad de México.
Miguel suspiró. Llevaban meses hablando de eso: “irse al campo, vivir simple, cultivar su comida, dejar atrás la locura.” Pero ahora, con las llaves en la mano y el coche cargado hasta el tope, la idea empezaba a sentirse más real… y más aterradora.
Se subieron al carro y tomaron carretera rumbo a Michoacán, donde un amigo les había ofrecido rentar una cabaña junto a un río.
—Va a ser como empezar de cero —dijo Miguel, intentando sonar optimista.
—Exacto —sonrió ella—, de cero pero con paz.
El primer día en el pueblo fue un golpe de realidad.
La cabaña tenía goteras, los mosquitos parecían helicópteros, y el internet era tan lento que tardaba cinco minutos en cargar un mensaje de WhatsApp.
Pero había algo distinto: el silencio. Ese silencio que al principio asustaba, pero poco a poco se volvía un alivio.
Los vecinos, gente sencilla, los recibieron con curiosidad.
—¿De dónde vienen, jóvenes? —preguntó Don Chuy, un señor con sombrero y sonrisa franca.
—De la ciudad —respondió Miguel.
—Ah, pos bienvenidos… aquí no hay tráfico, pero sí hay gallos que cantan a las tres de la mañana.
Vale rió. Esa noche, por primera vez en años, durmieron sin sirenas, sin luces de coches, sin ansiedad.
Los días siguientes fueron un reto: aprender a prender la estufa de leña, cuidar la huerta, entender que el agua no salía sola del grifo.
A veces discutían.
—¡No puedo con esto, Miguel! ¡No soy hippie! —gritaba Vale entre lágrimas al ver una araña en el baño.
Pero luego, él la abrazaba y decían juntos:
—Tranquila. Estamos aprendiendo.
Pasaron tres meses.
Una tarde, mientras Miguel cortaba leña y Vale preparaba pan de elote, escucharon a los vecinos correr y gritar.
—¡Se desbordó el río! ¡Corran, se viene fuerte!
En segundos, el agua comenzó a avanzar con furia. El cielo se volvió negro.
Miguel corrió al cobertizo, intentando salvar las herramientas. Vale trató de sacar a los animales de Don Chuy, que vivía más abajo.
El rugido del agua lo cubrió todo. El suelo temblaba.
—¡Vale! ¡Vente ya! —gritó Miguel.
Pero ella no respondía. Solo se oía el golpe del agua contra la madera.
Cuando corrió hacia donde estaba, vio su silueta sujetando a una cabra aterrada, el barro cubriéndole las piernas.
El río se los estaba llevando.
—¡Vale, suéltala! —gritó él, corriendo hacia ella.
En ese instante, una rama enorme arrastrada por la corriente golpeó el costado de la cabaña, haciendo un estruendo que retumbó como un trueno.
Y luego… silencio.
Cuando Miguel despertó, todo olía a tierra mojada y a miedo.
El agua había bajado, pero la cabaña estaba destruida. Llamó a gritos a Vale hasta que la voz se le quebró.
—¡Vale! ¡Valeria!
Don Chuy y otros vecinos llegaron corriendo.
—¡Allá abajo, junto al naranjo! —gritó alguien.
Miguel corrió con el corazón saliéndosele del pecho.
Vale estaba recostada sobre una roca, empapada, con una herida en la frente… pero viva.
—Te dije que soltaras la cabra, terca —dijo él, entre sollozos y risas.
—No podía dejarla morir, Miguel —susurró ella, con voz débil—. Era lo único que le quedaba a Don Chuy.
La abrazó con fuerza. No necesitaban palabras.
Los días siguientes fueron duros. Perder la cabaña, reconstruir lo poco que quedaba, dormir en casas prestadas. Pero algo había cambiado entre ellos: ahora entendían de verdad lo que significaba vivir simple.
No era solo tener menos cosas, sino valorar lo esencial.
El pan recién hecho, el sol que salía entre los cerros, la risa compartida en medio de la desgracia.
Un día, mientras ayudaban a limpiar los escombros, Don Chuy se les acercó con un termo de café.
—Ustedes no se regresan a la ciudad, ¿verdad?
Miguel lo miró y sonrió.
—No, Don Chuy. Ya hicimos raíz aquí.
—Eso pensé —respondió el viejo, dándoles una palmada en el hombro.
Pasaron los meses. La comunidad entera reconstruyó el pueblo entre todos. Miguel aprendió a fabricar muebles con madera caída del río, y Vale empezó a hornear pan para venderlo los fines de semana.
La vida seguía, pero con un ritmo distinto, más lento, más humano.
Una noche, mientras cenaban junto al fuego, Miguel dijo:
—¿Te acuerdas cuando pensabas que esto sería fácil?
Vale soltó una carcajada.
—Sí. Creí que vivir “sencillo” era como irse de vacaciones eternas.
—Y resultó ser lo más difícil del mundo.
—Sí —dijo ella—. Pero también lo más bonito.
Él levantó su taza de barro.
—Por nosotros, por esta vida loca y sin WiFi.
Ella sonrió y chocó su taza con la de él.
—Y por aprender que la paz no se encuentra, se construye.
Esa noche, el viento sonaba suave, los grillos cantaban, y el olor a pan llenaba el aire.
La ciudad quedaba lejos, pero no la extrañaban.
Ahí, entre tierra, risas y silencio, habían descubierto algo que nunca imaginaron:
que vivir simple no era renunciar a la vida… sino empezar a vivirla de verdad.
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