“Le llevaba lasaña a mi vecina… hasta que me confesó entre lágrimas que era mi mamá biológica —una verdad que cambió mi vida para siempre”

Toqué la puerta del apartamento 304 con el codo mientras hacía equilibrio con mi famosa lasaña. Bueno, ahora era mi lasaña con antojos raros porque llevaba pepinillos encima. No me juzguen, tengo cinco meses de embarazo.

—¡Señora Martínez! ¡Traigo carbohidratos y una panza que ya no me deja ver mis pies!

La puerta se abrió y ahí estaba ella, con su bata floreada y esas pantuflas de conejo que le había regalado.

—Ay, Carolina, cada día estás más hermosa. Ese bebé te tiene radiante —dijo, tocando mi barriga con ternura—. Pasa, pasa.

—Radiante y con acidez, pero bueno —me reí mientras entraba.

Su apartamento olía a lavanda como siempre. Me dejé caer en el sofá con la elegancia de una morsa embarazada.

—Hoy te traje lasaña experimental. Lleva pepinillos.

—¿Pepinillos? —hizo una mueca.

—El bebé los pidió. Yo solo obedezco.

Ella se sentó a mi lado y me sirvió jugo de guanábana en esos vasos antiguos que probablemente habían sobrevivido tres guerras.

—Carolina —dijo de repente, poniéndose seria—. Tengo que contarte algo y llevo semanas tratando de encontrar el momento. Escrito por Gisel Dominguez.

—¿Está enferma? —me asusté, acariciándome instintivamente la panza.

—No, no. Es otra cosa. Algo importante.

Se retorcía las manos. Nunca la había visto tan nerviosa.

—¿Recuerdas que hace unos meses te pregunté si eras adoptada?

—Sí… me pareció raro, pero sí. Le conté que mis mamás me adoptaron cuando era bebé.

—Y me dijiste que naciste en el Hospital San Rafael, el 15 de marzo de 1993.

Mi corazón empezó a acelerarse.

—Señora Martínez, ¿por qué…?

Ella se levantó, fue a su cuarto y regresó con una caja de zapatos vieja. La abrió temblando y sacó un papel amarillento.

—Porque yo te di en adopción en el Hospital San Rafael, el 15 de marzo de 1993 —las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas—. Tenía dieciocho años, Carolina. Estaba más asustada que gato en veterinaria.

Me quedé congelada. El bebé eligió ese momento exacto para darme una patada.

—¿Qué?

—Cuando te mudaste y me dijiste tu nombre completo, algo hizo clic. Pero pensé: “Claro, Marta, ahora resulta que todas las Carolinas son tu hija.” Luego vi tu fecha de cumpleaños en ese paquete que recibiste y… —se le quebró la voz—. Y ese día que te recogiste el pelo y vi el lunar detrás de tu oreja izquierda, ese lunar pequeñito como un frijolito…

Mi mano voló automáticamente a mi oreja.

—No puede ser —susurré.

—Llevo dos meses confirmando todo. Llamé al hospital, aunque casi me cuelgan. Pero sé que eres tú, mijita. Lo siento aquí —se tocó el corazón—. Una madre sabe.

Nos quedamos mirándonos. Yo con mi panza enorme, ella con sus sesenta años de remordimiento.

Y entonces, las hormonas del embarazo hicieron su magia y me empecé a reír y llorar al mismo tiempo. Una combinación hermosa de histeria y emoción.

—¿Te estás riendo o llorando? —preguntó ella, confundida.

—¡Las dos cosas! —me limpié las lágrimas—. Es que llevo meses trayéndole comida, enseñándole a usar Netflix, contándole de mi embarazo… ¡y resulta que usted es mi mamá biológica!

—¿No estás enojada?

—¿Enojada? —me reí más fuerte—. ¡Señora Martínez, usted va a ser abuela!

Se le iluminó la cara.

—¿Abuela?

—Pues sí. O sea, tengo dos mamás maravillosas que ya están tejiendo chalecos como locas, pero siempre hay espacio para una abuela más —el bebé volvió a patear y le tomé la mano—. Mire, su nieto o nieta le está saludando.

Ella puso su mano temblorosa en mi panza y se le salieron más lágrimas.

—Ay, mijita. Yo te dejé ir para darte una vida mejor, y mira… la vida te trajo de regreso a mí. Y ahora con un bebé.

—La vida tiene un sentido del humor muy raro —dije, abrazándola.

—¿De verdad me perdonas?

—No hay nada que perdonar. Usted hizo lo que pudo con dieciocho años. Y gracias a eso, me criaron dos mujeres increíbles que me enseñaron que la familia no es solo sangre.

—Pero la sangre también cuenta —murmuró ella.

—Sí, también cuenta. Por eso usted va a estar en el parto, si quiere.

Se le iluminaron los ojos.

—¿En serio?

—En serio. Pero le advierto: dicen que grito mucho.

—Yo también grité cuando te tuve a ti. Creo que es de familia.

Nos reímos juntas, abrazadas en ese sofá viejo, con mi barriga de por medio y treinta y dos años de historia entre nosotras.

—Una pregunta —dije de repente—. ¿De quién heredé esta obsesión con los pepinillos?

—De mí —confesó riéndose—. Cuando estaba embarazada de ti, me comía los pepinillos directo del frasco.

—¡Lo sabía! ¡El bebé tiene genes de pepinillo!

Y así, entre risas y lágrimas, entre lasaña experimental y jugo de guanábana, encontré algo que ni siquiera sabía que estaba buscando: un pedazo más de mi historia.

Tres meses después, cuando nació Mateo, la señora Martínez —o mejor dicho, la abuela Marta— fue la primera en cargarlo después de mis mamás. Y mientras lo acunaba con lágrimas en los ojos, supe que a veces la vida te regresa lo que alguna vez perdiste, pero de una manera aún más bonita.

Y sí, Mateo también ama los pepinillos. Es de familia.