Mi hija perdió a su novio… y también a quien más amaba en la familia. La traición llegó de donde menos imaginábamos
Cuando Lena tenía 20 años, empezó a salir con un chico llamado Gael. Él trabajaba como técnico de sonido en un pequeño teatro de barrio, el mismo donde yo —su madre— había dado algunos talleres comunitarios. Se conocieron entre telones, luces y ensayos. Al principio todo me pareció bonito. Gael venía a casa, se ofrecía a ayudar con cosas sencillas, cocinaba con nosotras los domingos. Tenía esa simpatía fácil que conquista. Pero con el tiempo entendí que una sonrisa no siempre es garantía de honestidad.
Después de un año, ya dormía más en casa que en la suya. Lena hablaba de irse a vivir con él, de empezar una vida juntos. Yo la veía feliz, ilusionada… confiada. Nunca imaginé lo que vendría después, ni de dónde vendría.
En esa época, mi sobrina Nuria se quedó a vivir con nosotras. Tenía 29 años, estaba buscando trabajo tras salir de una relación complicada. Era extrovertida, muy guapa, y siempre había sido como una hermana mayor para Lena. Al principio todo parecía fluir. Pero pronto noté miradas que no me gustaban, silencios que se alargaban demasiado en la cocina, y risas que sonaban distintas cuando estaban solos.
Una tarde, Lena llegó llorando, con el rostro desencajado. Había revisado el celular de Gael y encontró mensajes que no dejaban lugar a dudas. Eran de Nuria. Mensajes cariñosos, cómplices, con fechas que se solapaban con cenas familiares.
Nos sentamos las tres. Los enfrenté. Ella negó todo. Él dijo que estaba confundido, que era una amistad malinterpretada. Pero las palabras ya estaban escritas. Y el daño, hecho.
Gael se fue esa misma noche. Nuria hizo las maletas dos horas después. No lloró. No pidió perdón. Solo dijo que necesitaba “espacio”. No volví a verla durante meses.
Cuatro meses más tarde, una amiga me envió una foto: estaban juntos, caminando de la mano por el paseo marítimo, besándose como si no llevaran un escándalo a cuestas. Le escribí. Le exigí una explicación. Me respondió con frialdad:
—Me enamoré. No le debo explicaciones a nadie.
Lena entró en una tristeza silenciosa. Tuvimos que buscar ayuda psicológica. No solo perdió una relación: perdió a quien creía su hermana del alma. Pasó mucho tiempo para que pudiera volver a confiar. Y aún hoy, evita hablar del tema.
Han pasado ya cinco años. Nuria y Gael siguen juntos. Tienen un hijo pequeño. Él, por cierto, tiene otra hija de una pareja anterior… a la que también dejó. Una cadena de afectos a medio terminar. Una especie de sombra que parece repetirse. Nuria me bloqueó de todas partes cuando le dije que no pensaba presentarme como tía a su baby shower. Desde entonces, no hablamos más.
Lena reconstruyó su vida. Tiene una nueva pareja. Estudia diseño de interiores y sonríe más. Pero a veces, en los silencios largos del desayuno, me dice que lo que más le dolió no fue perder a Gael… sino a Nuria. Y eso, como madre, me parte el alma.
A veces pienso si algún día podré perdonar a mi sobrina. Pero hay traiciones que no duelen por lo que rompen… sino por quién las rompe.
Y esas, no cicatrizan fácil.