¿Quién le devuelve el abrigo a un vagabundo quince años después? Descubre el milagro que nadie esperaba…
Recuerdo aquella noche como si fuera ayer, aunque han pasado quince años. El viento cortaba la piel y la nieve caía sin piedad sobre las calles vacías. Yo dormía en el portal de un edificio abandonado, envuelto en mi viejo abrigo marrón —lo único que me quedaba de mi vida anterior— cuando escuché un sollozo.
Era una niña. No tendría más de siete años. Estaba acurrucada junto a un contenedor, temblando, con un vestido delgado y zapatos rotos.
—¿Qué haces aquí, pequeña? —le pregunté acercándome despacio, para no asustarla.
Ella levantó la vista. Tenía los labios morados y las mejillas enrojecidas por el frío.
—Mi mamá… mi mamá me dijo que esperara aquí. Que volvería pronto —susurró entre lágrimas—. Pero hace mucho frío.
Miré alrededor. No había nadie. Eran las tres de la madrugada.
—Ven aquí —le dije, y antes de pensarlo dos veces, me quité el abrigo y la envolví en él—. Esto te mantendrá caliente.
—Pero usted… —protestó débilmente.
—Yo soy fuerte como un oso —mentí con una sonrisa—. Además, este abrigo es mágico. Te protegerá.
Me quedé con ella hasta que amaneció. El frío me calaba hasta los huesos, pero verla dormir abrigada valía cada temblor. Cuando llegó la policía —algún alma caritativa debió llamarlos—, se la llevaron a un refugio. Ella se aferró al abrigo y me miró por última vez.
—Gracias, señor del abrigo mágico.
Nunca volví a verla. Pasé los siguientes años sobreviviendo: albergues, comedores sociales, noches en la calle. El frío se volvió un compañero constante.
Esta mañana estaba en mi esquina habitual, cerca del hospital, cuando una voz me detuvo en seco.
—¿Ese abrigo…?
Levanté la vista. Una mujer joven con bata blanca me miraba fijamente, con los ojos llenos de lágrimas. No la reconocí al principio.
—Ese abrigo tiene un remiendo en forma de estrella en el codo izquierdo —dijo ella, acercándose—. Y un botón diferente en el segundo ojal.
Mi corazón comenzó a latir más rápido. Lo había recuperado años después, en un mercadillo de segunda mano. Era mi abrigo, sin duda.
—¿Cómo…? —comencé a decir.
—Usted me salvó —susurró—. Aquella noche nevada. Yo tenía siete años. Mi madre… tenía problemas y me abandonó. Pero usted me dio su abrigo mágico. Me quedé en el refugio hasta que me adoptaron. Y siempre, siempre recordé al señor que eligió pasar frío para que yo no lo sintiera.
Las lágrimas corrían por su rostro.
—Estudié medicina porque quería salvar vidas, como usted salvó la mía. He estado buscándolo durante años. Y hoy… hoy salgo a tomar un café y lo veo con ese mismo abrigo.
No supe qué decir. Las palabras se me atascaron en la garganta.
—Venga conmigo, por favor —dijo ella, tomándome de la mano—. Déjeme ayudarlo ahora. Tengo un departamento con una habitación libre. Tengo contactos que pueden conseguirle trabajo. Y tengo una deuda que nunca podré pagar.
—No tienes ninguna deuda —logré decir finalmente—. Solo hice lo que cualquiera habría hecho.
—Pero nadie más lo hizo —respondió ella, apretando mi mano—. Solo usted.
Mientras caminábamos hacia el hospital, sentí algo que no había experimentado en años: esperanza. A veces el destino tiene formas extrañas de cerrar círculos. Yo le había dado un abrigo a una niña perdida. Ella, ahora convertida en doctora, me ofrecía algo mucho más grande: una segunda oportunidad.
—Por cierto —dijo ella, volteándose con una sonrisa—, me llamo Elena. Y nunca olvidé su abrigo mágico.
—Me llamo Antonio —respondí—. Y creo que la magia era tuya, no del abrigo.
Ella sonrió, y en esa sonrisa vi a la niña de aquella noche nevada. Algunas cosas, descubrí ese día, están destinadas a volver a nosotros. La compasión tiene memoria, y el universo, a veces, también tiene corazón.