“Murió mi esposo, su mejor amigo se quedó… y ocho años después, también se fue. ¿Y ahora qué hago sola?”
Cuando Gabriel murió, el reloj del pasillo se detuvo a las 3:47 a.m. Fue el mismo instante en que su respiración se apagó, suave, como si se disculpara por irse. Habíamos estado casados treinta años. Sin hijos. Lo intentamos todo, pero la vida decidió que ese no sería nuestro destino. Él nunca me lo reprochó, pero en su mirada, a veces, se asomaba esa tristeza muda que solo entiende quien ha deseado algo imposible.
En su funeral, entre los pocos que se quedaron hasta el final, estaba Elías, su mejor amigo. Lo conocía desde que éramos jóvenes. Compartieron universidad, viajes, risas, borracheras, derrotas. Era el tipo de hombre que parecía no pertenecer del todo a ninguna parte, pero siempre llegaba cuando alguien lo necesitaba.
Esa noche, mientras todos se iban, me preguntó con voz baja:
—¿Quieres que me quede unos días? No deberías estar sola esta semana.
Le dije que sí.
La primera noche durmió en el sofá. La segunda también. La tercera cocinó algo. Yo no tenía hambre, pero me senté frente a él y comí en silencio. Fue el primer plato caliente que probé desde la muerte de Gabriel.
Los días se hicieron semanas. Los meses, una costumbre. Él reparaba cosas, hablaba poco, me traía flores secas del mercado, “porque las vivas duran poco”. No sé cuándo empezó a dormir en mi habitación. No lo planeamos. Una noche simplemente se quedó. No hubo palabras, ni promesas, ni juramentos. Solo dos almas cansadas compartiendo el mismo techo para no ahogarse en la soledad.
Durante ocho años, Elías y yo vivimos en un equilibrio extraño. No éramos pareja. Tampoco amigos del todo. Éramos lo que queda cuando la vida se desarma y uno decide no discutir con el destino. Había días en que compartíamos risas suaves frente al televisor, y otros en que el silencio era tan denso que podías escuchar los recuerdos moverse entre las paredes.
Una tarde, mientras lavaba los platos, lo escuché decir desde el sofá:
—Tengo un dolor en el estómago… pero no te preocupes, se me pasa.
No se le pasó.
Se negó a ir al hospital hasta que fue demasiado tarde. En la clínica, la misma donde partió Gabriel, me tomó la mano y me dijo:
—No llores. Solo vine a cerrar el círculo.
Tres semanas después, se fue también.
Cuando volví a casa, todo me pareció extraño. Las luces, el aire, el eco de mis pasos. En la mesa aún estaba su taza de café, con una mancha seca en el borde. En la silla del comedor, su camisa doblada. En el baño, su cepillo. No toqué nada durante meses.
A veces, al amanecer, creía escuchar su voz en el pasillo, o el sonido de la puerta abriéndose. Pero era solo el viento. O la memoria, que se niega a aceptar lo que el cuerpo ya sabe.
Ahora vivo rodeada de objetos que pertenecieron a dos hombres distintos, ambos amados de maneras diferentes. Gabriel fue la calma, Elías la compañía en el naufragio. Ninguno me dejó hijos, pero los dos me dejaron silencios que se sienten vivos.
Y cuando alguien me pregunta si no me da miedo vivir sola, sonrío.
Porque esta casa está llena de presencias. No de fantasmas… sino de ecos.
Ecos que me recuerdan que, aunque la vida se apaga, el amor —de alguna forma misteriosa— siempre se queda.