Mis hijos me dejaron sola el día de la madre pero vino quien nunca imaginé..
Mis hijos me dejaron sola el día de la madre pero vino quien nunca imaginé..

Desde que se me fue Roberto, mi esposo, los domingos son los días más largos. Pero hoy es peor.
Tengo 70 años y tres hijos. Tres. Los crié, les di todo lo que pude, sacrifiqué noches de sueño y preocupaciones que solo una madre conoce. Hoy ninguno vino.
Me levanté a las seis, como siempre. Preparé la pava para el mate, limpié la cocina. Esperaba que al menos uno viniera a desayunar. A las nueve llamé al mayor. Me dijo que estaba complicado, que tenía un asado con los suegros, que “después me llamaba”. Mi hija me mandó un mensaje de texto. Un simple “feliz día”, con una de esas imágenes de flores que mandan todos. Ni siquiera escribió “mamá”. El menor directamente no contestó, debe estar durmiendo todavía.
Se me hizo un nudo en la garganta. Juro que miraba las tres sillas vacías en la mesa y no podía entender en qué había fallado.
Pero pasó algo que no imaginaba.
Sofía, la hija de mis vecinos… Esa nena que siempre andaba solita por el pasillo. Los padres… bueno, siempre en la suya, trabajando o discutiendo, y la criatura ahí, con la mirada perdida. Yo no podía verla así. Siempre la llamaba: “¿Sofi, querés tomar la leche?”
Ella venía. Se sentaba acá, en esta misma cocina. Le preparaba mate cocido con pan y manteca, o a veces hacíamos tortas fritas. Ella me contaba del colegio y yo le contaba de cuando era joven. Sus papás ni se enteraban. Para ellos, era “la nena que va a lo de la vieja”. Para mí, era mi compañía.
Sofi ya tiene 13 años. Está hecha una señorita.
Y hoy, a las siete de la mañana, cuando yo estaba acá, sola, mirando el teléfono apagado y sintiendo que no valía nada… sonó el timbre. No lo esperaba.
Abrí la puerta, y era ella. Estaba ahí parada, con el pelo un poco revuelto de recién levantada y una sonrisa que le iluminaba la cara. Tenía en las manos una bandejita de plástico, con dos tazas de cerámica y un paquete de galletitas de agua.
Me miró y me dijo: “Feliz día, Marta. Sé que siempre te levantás a esta hora y no quería que desayunes sola”.
No puedo explicar lo que sentí. La abracé ahí en el umbral y me largué a llorar como una nena. Lloré por mis hijos que no vinieron, lloré por mi Roberto que no está, pero sobre todo lloré de gratitud.
Nos sentamos acá, en la cocina. El desayuno más pobre y rico del mundo: mate cocido y galletitas de agua. Pero mientras ella me contaba que estaba nerviosa por un examen de matemáticas, yo la miraba y pensaba… La sangre te hace pariente, pero es la lealtad y el cariño lo que te hace familia.
Mis tres hijos, con sus autos, sus trabajos y sus familias “importantes”, se olvidaron de mí.
Desde que murió Ernesto, mi esposo, la casa se volvió demasiado grande.
Los domingos, sobre todo, parecen interminables.
Silencio por todos lados.
Silencio en la cocina, silencio en el patio, silencio hasta en el reloj que ya casi no late igual.
Hoy es Día del Padre.
Y aunque técnicamente no me corresponde celebrarlo, siempre lo hacía igual.
Porque en esta casa, durante años, fui madre y padre a la vez.
Mis hijos, claro… tres hombres hechos y derechos.
Cada uno con su vida, sus apuros, sus cuentas que pagar y sus excusas que dar.
Me levanté temprano, como siempre.
El hábito no se pierde aunque no haya nadie a quien preparar el desayuno.
Encendí la radio vieja que me acompaña desde los años noventa.
Un locutor jovencito decía con voz alegre:
“¡Feliz día a todos los papás! Llamen, mándenles un mensaje, un abrazo, lo que sea… no dejen pasar el día”.
Yo sonreí amarga.
Pensé: Ojalá alguno me llame a mí, aunque sea por costumbre.
Preparé el mate.
El agua hervía despacio y el vapor empañaba la ventana.
Afuera, el sol se filtraba entre las cortinas, tibio y melancólico.
A las nueve, miré el teléfono.
Nada.
A las diez, tampoco.
A las once, decidí mandar un mensajito yo.
Solo puse: “Buen día, hijos. Espero que estén bien. Los quiero”.
El mayor me contestó al mediodía:
“Perdón, ma, estoy en un almuerzo con los suegros. Te llamo más tarde.”
Nunca llamó.
El del medio, Jorge, me respondió con un emoji de corazón.
Y el menor, Lucas, ni eso.
Seguro durmiendo, o de resaca, o vete a saber.
Me quedé mirando el mantel limpio, los platos vacíos.
Tres lugares, tres sillas, tres ausencias.
Una punzada me atravesó el pecho.
Pensé: ¿Dónde se quedaron los abrazos, las risas, los desayunos de antes?
Me senté en el sillón del living.
El aire olía a nada.
El reloj marcaba las doce y media y yo no tenía hambre.
Solo tenía ganas de desaparecer un rato.
Y entonces… sonó el timbre.
Al principio, creí que era el cartero.
O algún vendedor.
Pero cuando abrí la puerta, me encontré con algo que no esperaba.
Era Tomás.
El chico del segundo piso.
Tiene once años, cabello despeinado y una sonrisa traviesa que siempre le ocupa toda la cara.
Venía con una caja de cartón en las manos y un dibujo enrollado bajo el brazo.
—¡Hola, señora Elvira! —me dijo, agitando la mano—.
—Hola, Tomi —le respondí, sorprendida—. ¿Qué hacés por acá tan temprano?
—Vine a traerle algo.
Me mostró la caja.
Adentro había dos medialunas algo aplastadas, un jugo en botella y un papelito doblado.
—Lo hice yo —dijo—. Bueno, mi mamá me ayudó un poco con el jugo.
—¿Y eso? —pregunté—.
—Porque usted siempre me presta el cargador cuando me quedo sin batería, y me da caramelos cuando mi mamá se olvida.
—Pero, Tomi…
—Y también porque mi papá se fue y no tengo a quién decirle “feliz día”.
Su voz se quebró un poquito, apenas.
—Así que pensé… que se lo podía decir a usted.
No pude responder.
Sentí que algo se me aflojaba por dentro.
Las lágrimas, tercas, empezaron a caer sin permiso.
—Venga, mi amor, pase —le dije.
Entró con paso torpe, mirando todo con curiosidad.
Se sentó donde siempre se sentaba Ernesto, justo frente a la ventana.
Le serví un vaso de jugo y le ofrecí una medialuna.
—¿Y su mamá sabe que viniste? —pregunté.
—Sí, pero dice que está trabajando en la compu y que no moleste.
Así que me escapé igual —dijo, sonriendo.
Nos reímos los dos.
Después desenrolló el dibujo.
Era una hoja A4, llena de color.
Había dibujado a una mujer de cabello blanco y a un niño dándole un mate.
Abajo decía: “Feliz día a quien me cuida sin tener que hacerlo”.
No recuerdo haber llorado tanto en mi vida.
Ni siquiera cuando despedí a Ernesto.
Lo abracé fuerte, sin pensar en nada más.
Nos quedamos ahí, largo rato.
Comimos las medialunas, hablamos de fútbol, de su escuela, de la maestra que “siempre está de mal humor”.
Le enseñé a hacer el mate, aunque no le gustó el sabor.
Y cuando el reloj marcó la una y media, dijo:
—Me tengo que ir, porque mi mamá se enoja si tardo.
Antes de irse, se dio vuelta en la puerta.
—¿Puedo venir otro domingo?
—Claro que sí, cuando quieras.
Cuando se fue, el silencio volvió…
Pero ya no pesaba tanto.
La casa olía a jugo de naranja y a cariño nuevo.
El dibujo lo puse en la heladera, con un imán viejo de Mar del Plata.
Por la tarde, finalmente, me llamó Lucas.
“Perdón, ma, me quedé dormido. ¿Cómo estás?”
Y por primera vez, le respondí con calma:
“Estoy bien, hijo. No te preocupes. Tuve una linda mañana.”
No le conté más.
No necesitaba.
Al fin y al cabo, hay gestos que no se explican: se sienten.
Esa noche, mientras guardaba las tazas, miré el retrato de Ernesto sobre la repisa.
Y le dije bajito:
—¿Viste, viejo? Todavía hay chicos buenos en el mundo.
Sentí que él me sonreía desde la foto.
Apagué las luces, me acosté con el corazón tibio.
Pensando que la familia, a veces, no se hereda: se encuentra.
Que la sangre puede fallar, pero el afecto no miente.
Y que los lazos más fuertes no siempre nacen del vientre… sino del alma.