“¿Todavía la odiarías si leyeras su diario?”

Ganó la medalla… pero la tumba fue su único descanso. Lo que encontraron en su diario te va a romper el corazón.

Cuando Mariana subió al podio con la medalla de oro colgando del cuello, todo el estadio guardó un silencio incómodo. No hubo vítores. No hubo flores. Solo cámaras, murmullos y miradas que decían todo sin decir nada.

Era la final de atletismo en los Juegos Estatales Juveniles en Jalisco.
Y ella, con apenas 20 años, se había convertido en la primera mujer trans en ganar esa competencia.

Pero el ruido más fuerte vino después. En redes, en noticieros, en grupos de WhatsApp.
“No es mujer, es hombre con peluca.”
“Así cualquiera gana, compitiendo con ventaja.”
“¿Y las verdaderas mujeres? ¿Dónde está lo justo?”

Mariana no respondió. Solo publicó una foto de espaldas, con la medalla en la mano y un pie de foto que decía:

“No corrí para ganarles a ustedes. Corrí para no perderme a mí misma.”

La conocían poco en la colonia. Vivía con su abuelita en una casita humilde en Zapopan. Desde chiquita corría por las calles en huaraches, y decían que tenía piernas de flecha.

A los 17 empezó a vivir como Mariana. No fue fácil. Su papá la dejó de hablar. En la prepa la cambiaron de grupo “por incomodar”. Pero ella no dejaba de entrenar.

¿Pa’ qué te esfuerzas si ya naciste con una cruz encima, mija? —le decía su abuela, dándole atole caliente por las noches.

Porque si no corro, me muero por dentro, abue.

Dos semanas después de la competencia, la encontraron en su cuarto.

Tirada.

Sin signos vitales.

Sin nota.

Solo un cuaderno morado debajo de su almohada.

La abuela no quiso que la prensa entrara. Cerró la puerta, se sentó en el sillón con la libreta en las manos… y empezó a leer.

Y lo que encontró adentro, no solo le partió el alma, sino que haría a toda una comunidad —y tal vez a un país entero— cuestionarse todo lo que pensaban que sabían sobre el amor, el cuerpo… y la valentía.

La abuela de Mariana, Doña Lupita, leía con los lentes temblando y los ojos encharcados.
Cada página del cuaderno morado era como un trozo de piel de su nieta, abierto, vulnerable, sincero.

La primera entrada decía:

“Hoy me gritaron ‘maricón’ saliendo del Oxxo. Lo peor no fue eso. Lo peor fue que una señora con su hija pequeña se rió. Como si fuera un espectáculo. Como si no doliera.”

Otra, semanas antes de la competencia:

“A veces me gustaría regresar a ser invisible. Pero luego me acuerdo que ya fui invisible muchos años. Y nadie me abrazó.”

“Hoy entrené hasta que me sangraron los pies. No por la medalla. Sino porque cuando corro, me olvido de que el mundo me odia.”

Doña Lupita no podía dejar de llorar. Había criado a Mariana desde los 5, cuando la mamá se fue y el papá nunca volvió. Siempre supo que su nieto “era distinto”, pero también sabía que su alma tenía más fuerza que muchas personas juntas.

Y ahí estaba todo:
El miedo.
El coraje.
Las ganas de vivir.
Y también… la desesperanza.

Tres días después del velorio, alguien —no se supo quién— filtró algunas páginas del diario en redes sociales.

Y pasó lo impensable.

Una joven deportista que había tuiteado insultos, publicó:
“Leí su diario. Y lloré. Porque yo también me sentí invisible. Pero nunca me atreví a ser quien soy, como ella lo hizo.”

Un entrenador escribió:
“Entrenó más duro que todos mis alumnos. Lo sé porque la vi. Y me callé como cobarde cuando la insultaban.”

Incluso un periodista que antes la llamó “varón biológico” en vivo, pidió disculpas públicas.
Dijo:
“No entendí. Ahora sí. Porque el dolor también se entrena. Y Mariana lo cargaba como atleta de alto rendimiento.”

Un mes después, en el parque donde Mariana entrenaba, pusieron una banca con su nombre.
Abajo decía:

“Aquí descansaba antes de correr. Aquí también lloró. Y desde aquí voló.”

Ese día no hubo discursos políticos, ni influencers buscando cámara.

Solo vecinos, maestras, y chicas trans con pancartas caseras que decían:

“Yo también corro por no perderme.”

“Gracias, Mariana. Nos diste voz sin gritar.”
“No eras diferente. Eras más valiente.”

Doña Lupita aún duerme con el cuaderno morado en su buró. Dice que a veces le lee las páginas en voz alta, como si Mariana todavía la escuchara.

Cuando una reportera fue a preguntarle si perdonaba a los que atacaron a su nieta, ella dijo:

¿Perdonarlos? Mija… ellos cargan con eso. Yo solo quiero que ningún otro niño o niña tenga que morir pa’ que el mundo aprenda a querer.

Y antes de irse, la abuela añadió:

Si hubieran leído su diario antes… la hubieran abrazado en vez de señalarla.

No hace falta entender para respetar.
No hace falta estar de acuerdo para dejar vivir.
Pero sí hace falta leer…
antes de odiar.