“Entró a robarle a una viejita… pero salió llorando”
Lo que encontró en ese cajón le cambió la vida para siempre.
Eran casi las tres de la mañana cuando el “Chaparro” se metió por la ventana trasera de la casita de la señora Margarita, una viejita que vivía sola en la esquina de la calle Pino Suárez, justo frente a la ferretería vieja.
No era la primera vez que robaba. Ya había entrado a varias casas del rumbo, pero esa noche era distinta. No por lo que quería robar… sino por lo que iba a encontrar.
—Vámonos rápido, nomás lo que haya en efectivo… a lo mucho unas alhajas viejas. —se dijo en voz baja, mientras tanteaba con la linterna entre los cajones de la cocina.
Todo estaba en silencio. Ni un perro ladraba. La casa olía a canela, a medicina y a tiempo detenido.
Mientras revisaba el mueble del comedor, vio una caja de madera sobre una repisa. Pensó que podría tener dinero o alguna cadenita de oro. La bajó. Estaba cerrada, pero sin llave. Al abrirla… no encontró lo que esperaba.
Había cartas. Montones de cartas. Todas dobladas con cuidado, algunas manchadas de lágrimas viejas, y todas firmadas igual:
“Para ti, mi Pedrito. Con amor eterno, Mamá.”
Chaparro frunció el ceño. Algo le picó en el pecho.
Sacó una y empezó a leer, solo por curiosidad.
“Mi cielo, hoy cumpliste 32 allá donde estés. Te hice arroz con leche, como te gustaba. Nadie vino, pero yo te canté igual. No sé si me escuchas… pero yo te escribo, por si acaso.”
Pasó otra hoja.
“Hoy vino una vecina a decirme que debía vender la casa. Que ya estoy muy vieja. Pero no puedo, mijo… aquí está tu olor, tus fotos, tus dibujos. Aquí está lo poquito que me queda de ti.”
Y otra.
“A veces me enojo con Dios, Pedrito. Porque tú eras bueno. Tú no merecías ese accidente. Yo sí. Yo debía irme primero…”
El Chaparro se quedó helado. Algo en esas letras le apretó el corazón. Miró la casa: fotos viejas en la pared, un triciclo oxidado en el rincón, un retrato de graduación enmarcado con flores secas.
Todo tenía sentido.
No había nada que robar ahí… solo amor encerrado en papeles.
Y entonces escuchó un sonido.
Una puerta.
Y una voz.
—¿Pedrito? ¿Eres tú…?
La voz de la señora Margarita era tan suave, tan quebrada por los años, que el Chaparro sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Estaba ahí, de pie en la puerta del pasillo, con su bata floreada, los ojos empañados por las cataratas y el corazón puesto en el vacío.
El Chaparro, congelado con la carta en la mano, no supo qué decir.
Ella dio un paso hacia él, confundida, con una sonrisa chiquita, como si realmente creyera que el hijo que perdió hace años por fin había vuelto.
—¿Viniste por fin, mijo? ¿O sigo soñando… como siempre?
El Chaparro bajó la vista. Quiso salir corriendo, pero las piernas no le respondían. No por miedo a que lo atraparan, sino porque algo muy dentro de él se quebró al verla tan frágil… tan llena de esperanza en medio de tanta soledad.
—No… no soy Pedrito, —dijo por fin, con voz ronca.
Ella se detuvo. Parpadeó, confundida.
—¿Entonces… quién eres? ¿Qué haces aquí?
Y ahí, en lugar de mentir o correr, el Chaparro hizo algo que nunca antes había hecho.
Se sentó en el suelo, frente a ella, con los ojos llenos de lágrimas. Dejó la carta sobre la caja. Y con las manos temblando, dijo:
—Soy un pendejo, señora. Vine a robarle… pero no puedo. No después de leer lo que escribe. No después de verla así.
La señora Margarita lo miró largo rato. Luego caminó hacia él, despacio, como si no tuviera prisa por asustarse. Le tocó la cara, suavecito.
—No tienes cara de malo… tienes cara de alguien que está muy solo.
Él soltó el llanto. Como niño. Como no lo había hecho desde que su mamá —que ni siquiera recordaba bien— lo dejó en un albergue cuando tenía cinco años.
Ella lo dejó llorar. Y cuando se calmó, lo llevó a la cocina.
Le sirvió un té.
Y por primera vez en mucho tiempo, alguien le habló con ternura.
Al día siguiente, los vecinos se quedaron con la boca abierta.
Ese muchacho flaco, tatuado, que muchos habían visto rondar por las calles como buscando bronca… ahora estaba barriendo el patio de Doña Margarita, arreglando su reja, y más tarde… cambiando el vidrio roto de la ventana trasera.
No volvió a robar.
Volvió, sí… pero cada tarde, con pan dulce y algo para cenar.
Y aunque al principio la gente chismeó, luego empezaron a saludarlo con respeto. Porque no cualquiera se queda cuando pudo haber huido. No cualquiera llora en la cocina de una viejita y luego elige quedarse a cuidarla.
Chaparro —que en realidad se llamaba Eliseo— nunca volvió a pisar una celda.
Y cada vez que alguien le preguntaba qué lo hizo cambiar, él respondía:
—Una caja con cartas. Y una señora que creyó que yo era su hijo… aunque yo no era nadie.
Margarita vivió tres años más.
Eliseo la acompañó hasta el último suspiro, tomándole la mano y diciéndole, con voz bajita:
—Sí soy, jefita. Siempre lo fui.
A veces uno entra a un lugar buscando llevarse algo…
y termina encontrando todo lo que le hacía falta para volver a ser persona.