“Él gana 8.000 pesos al mes y yo 30.000… y aun así siempre discutimos por dinero.”
do gana 8.000 pesos al mes, mientras que yo gano 30.000.

En nuestro aniversario de boda, él me dijo con toda seriedad:
“¿Por qué no dividimos los gastos por la mitad? Es cierto que somos marido y mujer, pero con el dinero hay que ser claros.”
Sonreí y respondí suavemente: “De acuerdo.”
Él pensó que yo era “razonable”, así que se sintió aún más orgulloso de sí mismo.
Pero al día siguiente, cuando volvió del trabajo y abrió la puerta de casa, se encontró con el apartamento completamente vacío.
El armario no tenía nada, los electrodomésticos habían desaparecido, y ni siquiera estaban sus sandalias favoritas.
En medio de la habitación solo quedaba una nota:
“Tú ganas 8.000, yo 30.000. Si vamos a dividir todo por la mitad, entonces te devuelvo la parte tranquila de mi vida que te correspondía.”
01
La luz con sensor del pasillo se encendió, proyectando un suave resplandor dorado, pero sin un ápice de calidez — solo hacía que los 120 metros cuadrados del apartamento parecieran aún más vacíos y fríos.
En el aire flotaba el olor del polvo y de la madera vieja, ese aroma tan familiar que queda después de que los muebles grandes han sido retirados.
Diego Rojas se quedó parado justo en la entrada, aún con el pastel de aniversario en las manos, ese que había comprado como “sorpresa”.
La sonrisa que empezaba a dibujarse en su rostro se fue congelando poco a poco, hasta romperse del todo, dejándole una expresión entre atónita y absurda.
—¿Camila? —llamó, su voz resonando en la casa vacía, rebotando contra las paredes y regresándole como un eco lejano, casi ajeno.
Ella estaba sentada en medio de la sala, el único lugar donde quedaba una silla plegable de campamento.
Frente a ella, en lugar de una mesa, sólo una botella de agua abierta sobre el piso de cerámica, tan frío como el ambiente.
Al oírlo, levantó la vista. Las lentes de montura dorada reflejaron la luz del atardecer que entraba por la ventana; en su mirada había una frialdad distante, una calma que no admitía retorno.
—Ya volviste —dijo con voz serena, como si relatara la historia de otra persona.
Al verla, Diego pareció encontrar un punto donde sostenerse, o quizá una excusa para enfurecerse.
Cruzó la habitación con pasos firmes, el sonido de sus zapatos de cuero golpeando el suelo, “tac, tac, tac”, marcando el ritmo de su irritación.
—¿Qué es esto? ¿Nos robaron? —exclamó.
Su mirada recorría el espacio vacío, cada rincón, cada sombra, transformando la sorpresa en incredulidad.
El sofá italiano de cuero —desaparecido.
El mueble de la televisión hecho a medida, donde ella solía diseñar planos mientras él jugaba videojuegos —también.
La mesa de comedor de nogal americano, testigo de incontables cenas llenas de risas —ya no estaba.
Todo lo que alguna vez formó “nuestro hogar” había desaparecido, dejando sólo las paredes desnudas y la estructura del edificio —como un esqueleto sin carne ni sangre.
—¡Camila! ¡Te estoy hablando! ¿Qué diablos pasó aquí? —gritó, con la voz al borde del pánico.
Ella dio un sorbo tranquilo de agua. El líquido frío le calmó la garganta y también el pensamiento. Luego abrió un portafolios y sacó un fajo de papeles impresos, tendiéndoselos con calma.
—Lee esto primero —dijo.
Diego tomó las hojas, aún desconfiado. Sus ojos se detuvieron de inmediato en el título en negritas:
“Inventario de bienes y fuentes de financiamiento del hogar.”
Su respiración se quebró por un instante. Entendió, aunque no quisiera, lo que estaba a punto de perder.
El documento estaba detallado con una precisión casi quirúrgica, como uno de esos informes de arquitectura que ella solía presentar en su trabajo.
Sección I: Bienes raíces.
Departamento en la colonia Condesa, Ciudad de México —121,3 metros cuadrados, valor total: 4,8 millones.
Antes del matrimonio, la parte femenina, Camila León, aportó 3,36 millones como anticipo (equivalente al 70% del valor total).
Después del matrimonio, ambos pagaron 24 mensualidades, sumando 600 mil. De los cuales: 480 mil provinieron del salario de Camila, transferido automáticamente; y sólo 120 mil de Diego, tomados de “su parte” de los gastos del hogar.
Sección II: Remodelación e interiores.
Costos de obra: 210 mil —pagados íntegramente desde la cuenta personal de Camila.
Todos los muebles, electrodomésticos y accesorios —328 mil más— comprados también con sus tarjetas y ahorros personales.
Sección III: Bienes de valor.
• Anillo de boda del esposo, marca XX, 32 mil —pagado por Camila.
• Anillo de boda de la esposa, 18 mil —pagado por ella misma.
Página tras página, Diego fue perdiendo el color del rostro. Cada línea era una cuchillada discreta.
Desde el sofá hasta el refrigerador, incluso las lámparas y los vasos, todo tenía un nombre bajo la columna final: Pagado por: Camila León.
—¿Qué significa esto? —preguntó él, con la voz temblorosa.
Camila se levantó. Con su metro setenta, lo miró directo a los ojos, incluso un poco desde arriba.
—Significa que he reflexionado seriamente sobre tu propuesta de anoche… eso de dividirlo todo “a partes iguales”.
Su voz era suave, pero cada palabra tenía el filo de una navaja.
—Si vamos a ser “pareja AA”, como tú dijiste, entonces hay que hacerlo desde el principio, sin trampas. Cada cosa en esa lista es un bien adquirido con mi dinero o antes del matrimonio. Según tu lógica, no son “nuestros”, sino míos.
Hizo una pausa, luego añadió, con la calma del que ya decidió todo:
—Así que trasladé todas mis pertenencias. Primero, para facilitar la liquidación. Segundo, para iniciar mi vida independiente, y, de paso, cubrir la mitad de los gastos del lugar que solías llamar “nuestro hogar”.
—¡Estás loca! —rugió Diego, arrojando los papeles al suelo. Cayeron blandos, sin fuerza.
—¡Eres una interesada! ¡Una mujer sin corazón! ¡Somos esposos! ¿Cómo puedes hacerme esto?
Su voz resonó en las paredes desnudas, cada grito devolvía un eco más hueco.
Ella lo miró sin alterarse. Aquel rostro que alguna vez amó con todo el alma ahora sólo le provocaba una tristeza distante, casi compasiva.
—El que propuso dividir el dinero fuiste tú, Diego Rojas —dijo ella con serenidad—.
Yo sólo estoy aplicando tus propias reglas. Tú fuiste quien convirtió nuestra relación en una cuenta contable, quien levantó un muro de números entre nosotros.
—¡No era eso lo que quise decir! —balbuceó él, desesperado—. Quería que las cosas fueran justas…
—¿Justas? —Camila soltó una risa breve, seca.
—¿Tú ganas ocho mil y yo treinta mil, y eso es justo? ¿O justo para ti es que yo trabaje, cocine, pague todo y aún te deje sentirte un hombre generoso? ¿Eso es justicia, Diego?
Sus palabras cayeron como bisturíes sobre una herida abierta.
Bajo la máscara de “igualdad” que él siempre proclamó, sólo quedaban dos cosas: inseguridad y codicia.
Cuando Diego, cegado por la rabia, intentó arrancarle las hojas del suelo, ella retrocedió un paso.
—No te molestes —dijo con frialdad—. Hay copias en la nube, en mi correo y en el del abogado.
Sus ojos se desviaron hacia el anillo en la mano de él.
—Ese anillo también lo compré yo. Según tu principio de “AA”, es mío. Puedes quitártelo o transferirme la mitad del valor: dieciséis mil.
Diego quedó inmóvil, petrificado. Miró el anillo que antes mostraba con orgullo, símbolo de una esposa “ejemplar”.
Ahora era sólo una prueba humillante, una cicatriz brillante en su dedo.
En ese instante, el timbre del celular rompió el silencio.
En la pantalla, un nombre: “Mamá”.
Diego intentó rechazar la llamada, pero Camila habló antes:
—Contesta.
Su tono era tan tranquilo que daba miedo.
Él dudó, tembló, y finalmente obedeció.
Camila, con una leve inclinación de cabeza, añadió:
—Pon el altavoz.
No había opción.
Diego lo hizo, y de inmediato la voz chillona de Señora Rojas llenó el aire, aguda y autoritaria:
—¿Ya hablaste con ella? ¿Aceptó eso del dinero AA? ¡Te dije que era lo correcto!
Diego apretó los labios, incapaz de responder.
Camila lo observaba sin emoción.
Del otro lado, la mujer seguía hablando con entusiasmo venenoso:
—Perfecto. Y mira, este mes no traigas tu sueldo a casa, guárdalo. Ya hablé con tu hermana Daniela, el mes que viene se va a vivir con ustedes al cuarto pequeño. Total, la casa es grande, y Camila gana bien. Que se haga cargo, ¿no? Al fin y al cabo, es parte de la familia.
El silencio cayó como una sentencia.
Diego se puso pálido, como si lo hubieran desnudado en plena calle.
Camila comprendió al instante: el “AA” nunca fue por justicia.
Era un truco, una estrategia para hacerla pagar todo, para convertir su trabajo en patrimonio de los Rojas.
La voz de la suegra seguía, cortante como vidrio:
—No seas tonto, hijo. Esa mujer te controla porque la dejas. Con todo lo que gana y ni un hijo que darle. ¡Hazte respetar! ¡El dinero del matrimonio es tuyo también!
Camila ya no soportó más.
Tomó el teléfono de las manos de Diego, lo acercó a sus labios y dijo con voz helada:
—Buenas tardes, señora. Habla Camila.
Del otro lado se hizo un silencio absoluto.
—Sobre lo del AA —continuó ella—, su hijo lo ha aplicado muy bien. De hecho, ya ha sacado de la casa todo lo que no le pertenece.
Hizo una breve pausa antes de concluir:
—Y sobre la habitación para Daniela… quizá sea mejor que Diego se encargue solo. O, si quiere, pueden ustedes ayudarlo. Al fin y al cabo, él es su hijo. Yo… sólo era una extraña.
Cinco segundos de silencio.
Y luego, una explosión de gritos:
—¡Camila! ¡Desgraciada! ¿Qué insinúas? ¿Vas a echar a mi hijo? ¡Maldita sea, ni siquiera le diste un hijo y ahora lo botas! ¡Tú no te vas a divorciar, me oíste! ¡Vas a mantenerlo, que para eso le robaste la juventud!
Las palabras eran cuchillos sucios.
Camila colgó sin responder. El teléfono cayó al suelo, rebotó con un sonido seco.
El silencio regresó, espeso.
Diego estaba de pie, pálido, deshecho.
Camila lo miró por última vez, con la serenidad de quien cierra un libro que ya no piensa volver a abrir.
—¿Ya entendiste? —dijo.
El reloj en la pared marcaba las seis y media. Afuera, el sol se hundía entre los edificios de la ciudad, y dentro de aquel apartamento vacío sólo quedaba el eco de una historia que había terminado mucho antes de empezar a romperse.