La noche de nuestra boda, al mirar a mi esposo, me estremecí al comprender por qué la familia de mi marido me había dado una villa junto al lago valuada en casi 70 millones de pesos mexicanos como dote por casarse con una esposa pobre como yo…

Mi nombre es Lalita, tengo veintiséis años, nací en una familia humilde en la zona costera de Odisha. Mi padre murió joven, mi madre estaba constantemente enferma, y tuve que abandonar los estudios después del décimo curso para trabajar como jornalera. Tras muchos años de lucha, finalmente conseguí empleo como sirvienta en una de las familias más ricas de Mumbai: la familia Malhotra.

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Mi esposo —Arnav Malhotra— es el único hijo de esa familia. Apuesto, educado y de carácter tranquilo, pero siempre parecía rodeado de una distancia invisible. Trabajé allí durante casi tres años, siempre en silencio, con la cabeza gacha, sin atreverme nunca a imaginar que podría formar parte de su mundo. Y, sin embargo, un día, Savita Malhotra me llamó a la sala de estar, colocó frente a mí un certificado de matrimonio y me prometió:

—Lalita, si aceptas casarte con Arnav, la villa junto al lago Pavana, en Lonavala, estará a tu nombre. Es el regalo de bodas de la familia.

Me quedé atónita. ¿Cómo podría una sirvienta como yo compararse con su querido hijo? Pensé que bromeaban, pero sus ojos eran serios. No entendía por qué me habían elegido; lo único que sabía era que mi madre estaba gravemente enferma y el costo del tratamiento era una carga inimaginable. Mi corazón me decía que rechazara la oferta, pero mi débil espíritu y la preocupación por mi madre me hicieron asentir.

La boda fue mucho más grandiosa de lo que jamás imaginé. Llevaba un lehenga rojo bordado en oro, sentada junto a Arnav, vestido con un sherwani marfil, y aún me parecía estar soñando. Pero sus ojos me miraban fríos y distantes, como si escondieran un secreto que aún no había alcanzado.

La noche de bodas, la habitación estaba llena de rosas. Arnav, con una camisa blanca, su rostro parecía tallado en piedra, pero sus ojos estaban tristes y silenciosos. Cuando se acercó, todo mi cuerpo tembló. Fue en ese instante cuando la dura verdad salió a la luz.

Arnav no era como los demás hombres… tenía un defecto congénito que le impedía desempeñar plenamente el papel de esposo. En ese momento, todo quedó claro: la razón por la que me habían dado la villa; por qué permitieron que una chica pobre entrara en una familia rica. No era porque yo fuera especial, sino porque necesitaban una “esposa de nombre” para Arnav.

Las lágrimas corrieron por mi rostro —no sabía si por compasión hacia mí misma o por él. Arnav se sentó a mi lado y con voz baja dijo:
—Perdóname, Lalita. No lo mereces. Sé que has hecho muchos sacrificios, pero mi madre… ella necesita sentir seguridad en la familia. No puedo ir contra su voluntad.

A la luz amarillenta vi que sus ojos también estaban húmedos. Descubrí que aquel hombre frío también sentía un dolor profundo. No era diferente a mí: ambos éramos víctimas del destino.

En los días siguientes, nuestra vida se volvió extraña. No había dulzura de pareja, solo respeto y compañerismo. Arnav era muy amable: por la mañana me hacía preguntas, al mediodía me llevaba a pasear por el lago Pavana para ver las nubes sobre las colinas de Lonavala, por la noche cenábamos y conversábamos. Él ya no me veía como una sirvienta, sino como una compañera. Eso me conmovía, aunque mi mente me recordaba que este matrimonio nunca podría ser “completo” en la definición tradicional.

Una vez, escuché accidentalmente a la señora Savita hablar con su médico personal: padecía una enfermedad cardíaca y no le quedaba mucho tiempo. Temía que, si ella moría, Arnav quedara para siempre solo. Me eligió porque me veía dócil, trabajadora y sin ambiciones; confiaba en que yo no lo abandonaría por su defecto.

Al saber la verdad, mi corazón se agitó. Creía que me habían usado como “sacrificio” a cambio de la villa, pero descubrí que me habían elegido por amor y confianza. Ese día me prometí: ocurriera lo que ocurriera, no abandonaría a Arnav.

En una noche lluviosa en Mumbai, Arnav sufrió un fuerte dolor. Me asusté y lo llevé al hospital Kokilaben Dhirubhai Ambani. Inconsciente, apretó mi mano y susurró:
—Si algún día te cansas, vete. Considera la villa como compensación. No quiero que sufras por mí…

Estallé en llanto. ¿Cuándo había conquistado mi corazón? Apreté su mano con fuerza:
—Pase lo que pase, no te dejaré. Tú eres mi esposo, mi familia.

Después de aquella crisis, Arnav despertó. Al verme aún allí, sus ojos se llenaron de lágrimas, pero también de calidez. No necesitamos un matrimonio “perfecto”. Tenemos comprensión, la capacidad de compartir y un amor tranquilo y duradero.

La villa junto al lago Pavana ya no era un “premio”, sino un verdadero hogar. Yo planto flores en el porche; Arnav coloca su caballete en la sala de estar. Cada noche nos sentamos juntos a escuchar la lluvia de Lonavala y hablar de nuestros pequeños sueños.

Quizá la felicidad no sea perfección, sino encontrar a alguien que, a pesar de sus carencias, quiera amar y quedarse a tu lado. Y yo encontré esa felicidad… desde aquella temblorosa noche de bodas.