¿Te atreves a usar la máscara que revela la muerte?
¡Alerta! Una antigua máscara desaparece y desata el terror en un pueblo olvidado de México.
En un rincón escondido de Michoacán, donde las montañas se abrazan con el cielo y los viejos árboles susurran historias que nadie quiere escuchar, vivía Toño, un joven como cualquier otro, pero con una curiosidad que lo metía en líos. Tenía veinte años, cara de chamaco y alma inquieta, siempre con ganas de descubrir qué se esconde más allá del barrio.
La vida en San Miguelito era sencilla, sin prisa y con ese ritmo pausado de pueblo chico. Pero todo cambió el día en que Doña Lupita, la curandera del pueblo, avisó que algo grave había ocurrido. La máscara tradicional de la Danza de los Viejitos, esa pieza sagrada que pasaba de generación en generación, había desaparecido misteriosamente.
“Eso no es cualquier máscara, Toño,” le dijo Lupita con voz grave, mientras sus ojos se llenaban de sombras. “Quien la use verá más de lo que quiere. No es un juego, es un aviso.”
Toño se quedó con la palabra en la boca, sin entender del todo. Pero la advertencia le hizo cosquillas en el pecho, una mezcla de miedo y una extraña fascinación. Esa noche, mientras todos dormían, decidió ir al viejo taller donde guardaban las máscaras para ver si encontraba algo.
Las tablas de madera crujían bajo sus pasos, y el aire olía a polvo y a historia. Entonces, en la penumbra, la vio: la máscara, sola, tirada en el suelo. Toño la tomó con cuidado, sintiendo el peso no solo del objeto, sino de todas las leyendas que había escuchado de niño.
Sin pensarlo mucho, se la puso frente al espejo. Al principio no vio nada raro, solo su reflejo con la máscara de madera tallada con líneas que parecían vivas. Pero de pronto, el espejo empezó a empañarse y la imagen cambió.
En lugar de su cara, vio a su abuela, doña Carmen, con una expresión de miedo que le heló la sangre. En el reflejo, ella estaba enferma, con ojos vacíos, como si estuviera viendo la muerte acercarse. Toño parpadeó, y la imagen desapareció.
No podía creer lo que acababa de ver. ¿Era una broma? ¿Un truco de la mente? Pero justo cuando estaba a punto de quitarse la máscara, el espejo mostró otra escena. Esta vez, su mejor amigo, Luis, caminando hacia un accidente que nadie podía evitar.
Toño sintió que el corazón le latía con fuerza, y un frío recorría su espalda. Esa máscara no era solo un objeto sagrado, era una ventana hacia el destino, hacia el final inevitable de quienes más amaba.
El miedo y la responsabilidad lo aplastaron. Sabía que debía devolver la máscara, pero… ¿y si podía cambiar lo que vio? ¿Y si tenía en sus manos el poder de salvar a su gente?
Mientras luchaba con esas ideas, escuchó un ruido detrás de la puerta. Alguien más estaba ahí, alguien que también quería la máscara y que no dudaría en hacer lo que fuera para tenerla.
Toño tragó saliva y apretó la máscara contra su pecho. La noche se volvió más oscura, y el pueblo de San Miguelito parecía guardar un secreto que pronto estallaría en fuego.
Toño sintió cómo el frío que le recorrió la espalda se hacía más intenso. La puerta se abrió con un chirrido lento, y una sombra se deslizó dentro del taller. No era un ladrón común, ni un curioso cualquiera. Era don Chucho, el hombre más viejo y misterioso del pueblo, un hombre que muchos temían y otros evitaban a toda costa.
—¿Qué haces con eso, chamaco? —preguntó don Chucho con voz áspera, señalando la máscara en las manos de Toño.
—No sabía que era tuya… —dijo Toño, tratando de ocultar el miedo, pero sin poder soltar la máscara—. La encontré tirada, y… vi cosas, don Chucho. Cosas que no puedo explicar.
El viejo hombre suspiró y se sentó en un banco de madera, mirando la máscara como si viera a un viejo amigo.
—Esa máscara no es un simple objeto —dijo con solemnidad—. Es un puente entre este mundo y el otro. La usamos en la Danza de los Viejitos para honrar a nuestros muertos, para recordar que la vida y la muerte están entrelazadas.
Toño tragó saliva, sintiendo que cada palabra caía como un peso sobre sus hombros.
—Pero, ¿por qué vi la muerte de mi abuela? ¿Por qué mi amigo en ese accidente? —preguntó con la voz temblorosa.
Don Chucho se quedó en silencio por un momento y luego explicó:
—La máscara muestra no solo la muerte, sino el camino que tomará cada alma. Pero no siempre es definitivo. El que la lleva puede cambiar ese destino, si tiene el valor y la voluntad suficiente.
Toño quiso creerlo, pero el miedo lo paralizaba. ¿Y si intentar cambiar el destino traía consecuencias peores?
—Hace muchos años —continuó don Chucho—, un hombre usó la máscara y vio la muerte de toda su familia. Intentó detenerla y causó más dolor. Desde entonces, la máscara se guarda y nadie debe usarla sin razón.
Pero esa noche, con la máscara en sus manos, Toño entendió que la única razón era salvar a quienes amaba.
De repente, un grito rompió el silencio. Era Lupita, afuera del taller.
—¡Toño! ¡Hay un incendio en la casa de tu abuela! —gritó desesperada.
Sin pensar, Toño corrió hacia su bicicleta y pedaleó con todas sus fuerzas. Las llamas iluminaban el cielo nocturno, y una multitud se congregaba, intentando apagar el fuego.
Al llegar, encontró a su abuela atrapada dentro, tosiendo por el humo y sin fuerzas para salir. Toño no dudó. Con la máscara aún colgada del cuello, entró a la casa y la sacó justo antes de que una viga cayera donde ella había estado.
Mientras la ayudaba a respirar, recordó la imagen en el espejo: su abuela en peligro, el reflejo de la muerte. Pero esa noche, con su acción, había cambiado el destino.
Los días siguientes fueron un remolino de emociones, y la noticia del incendio se esparció rápido. Nadie supo del papel de la máscara, ni del miedo que Toño había sentido. Pero él sabía que la responsabilidad seguía sobre sus hombros.
Luis, su mejor amigo, no corrió la misma suerte. Un accidente fatal lo dejó en el recuerdo de todos, pero Toño no pudo cambiar ese destino.
La máscara fue devuelta a su lugar, en el altar del pueblo, bajo la protección de doña Lupita y don Chucho. Y aunque nadie volvió a usarla, la historia de Toño quedó como un susurro en las calles de San Miguelito.
Una historia de miedo, amor y coraje.
Porque a veces, conocer el futuro no es para evitarlo, sino para aceptar que la vida es frágil, y que la verdadera fuerza está en enfrentar lo inevitable con el corazón abierto.
¿Qué harías tú si vieras el final de alguien que amas?