Mi esposo botó a su madre de la casa pero yo la escondí en el granero viejo.
Tengo setenta años… setenta inviernos y veranos sobre mis hombros. A mi edad, el corazón ya no tiembla al recordar, pero aún duele. Nací en la Huasteca de Hidalgo, en un pueblito donde el sol quema fuerte y la tierra huele a maíz recién molido. Cuando tenía quince años, mi vida dejó de ser mía. Un día llegaron los hombres a caballo, y mi padre, con la mirada baja, dijo que yo iba a casarme con don Rubén, el cacique del pueblo. Nadie me preguntó si quería. En esos tiempos, una muchacha pobre no tenía derecho a decir “no”.
Me casaron sin música, sin flores y sin risa. Solo con un silencio que me apretaba el pecho. Don Rubén era rico, respetado… y cruel. Le gustaba mandar, gritar y ver a los demás agachar la cabeza. Su palabra era ley, y quien lo desobedecía, desaparecía del pueblo por “cosas del destino”, decían. Todos le temían, menos su madre.
Doña Engracia, mi suegra, vivía con nosotros. Era una mujer ya grande, de manos arrugadas, pero ojos vivos. A escondidas, me enseñaba a bordar “para que tus manos sirvan para algo más que obedecer”, me decía. Pero los años pasaron y él se cansó de ella. Una tarde, frente a todos, gritó que la vieja estorbaba, que ya había vivido demasiado y que se largara porque no iba a gastar ni un peso más alimentándola.
Nadie en la casa se atrevió a decir nada… excepto yo.
Esa noche, mientras él dormía, corrí al camino donde la habían echado. La encontré sentada a un lado de la vereda, con su rebozo gris cubriéndole la cara. “Véngase conmigo, madre”, le dije. La llevé al granero, el único lugar donde él nunca entraba. Ahí le puse un catre viejo, una cobija y cuando el cacique salía a hacer sus negocios turbios, yo corría a llevarle tortillas, frijoles… y hilos de colores para que bordara. Ella bordaba en silencio, como quien reza con cada puntada.
Pero los secretos no florecen, se pudren. Un día él volvió antes de tiempo. La vio. Nos vio. Gritó como fiera herida, dijo que las dos éramos unas malagradecidas, que si quería cuidar viejas miserables me fuera con ella. Y así lo hicimos. Nos echó a las dos, sin un centavo, sin tierra y sin apellido.
Caminamos hasta la ciudad, con una cobija y un costal de bordados que ella había hecho en el granero. Nos sentamos en una esquina del mercado y empezamos a venderlos. Al principio la gente nos miraba con lástima, luego con respeto. Las mujeres decían que nuestros bordados tenían alma, porque los colores parecían contar secretos.
Con el tiempo alquilamos un cuartito, luego otro. Bordábamos de día, vendíamos de noche. Ella me enseñó todo: a no agachar la cabeza, a no tener miedo del hambre, a caminar con dignidad aunque los zapatos se rompieran. Y así… la vida empezó a florecer otra vez.
Hoy, a mis setenta años, tengo mi propia casa llena de nietos y telas de colores colgando en las paredes. La gente viene de lejos a comprar lo que sale de nuestras manos. Mi suegra descansa ya en paz, con las manos aún manchadas de hilo.
¿Y don Rubén…? Supe que murió solo, sin hijos que lo cuidaran, sin mujer que le cerrara los ojos. Dicen que en sus últimos días gritaba por su madre, que pedía que alguien le llevara agua… pero nadie fue. Porque quien siembra desprecio, cosecha soledad.
Y yo… yo vivo. Y cada vez que tomo una aguja y la hundo en la tela, siento que la vida me permitió bordar mi propio destino.
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