EL PATRÓN RICO LE DIO SU PEOR CABALLO AL JOVEN POBRE, PERO SE ARREPINTIÓ PARA SIEMPRE
EL PATRÓN RICO LE DIO SU PEOR CABALLO AL JOVEN POBRE, PERO SE ARREPINTIÓ PARA SIEMPRE
El patrón rico le dio su peor caballo al joven pobre, pero se arrepintió para siempre. La plaza principal de San Miguel de los Remedios hervía de emoción en la víspera de la tradicional carrera de caballos que se celebraba desde hacía más de 50 años en el pequeño pueblo del interior de México.
Comerciantes, ganaderos y curiosos se aglomeraban alrededor de los participantes que exhibían sus animales, cada uno más imponente que el anterior. Fue entonces cuando las risas altas y maliciosas de don Aurelio Mendoza, dueño del rancho más grande de la región, resonaron por toda la plaza. A su lado, un joven de no más que 22 años sostenía las riendas de un caballo gris que más parecía un fantasma que un animal de carreras.
Ay, Diego, ahora sí puedes competir de igual a igual con nosotros”, gritó el patrón aplaudiendo teatralmente mientras señalaba al caballo flaco y cojo que acababa de entregarle al muchacho. La multitud estalló en carcajadas. Diego Hernández, hijo de una lavandera y nieto de un antiguo peón de hacienda, sintió la cara arder de vergüenza.

El animal frente a él apenas podía mantenerse en pie con el pelaje opaco y los ojos sin brillo. Una de las patas traseras claramente le molestaba con cada paso que daba. Ese ya fue un buen caballo, muchacho. Hace unos 15 años, continuó Mendoza provocando más risas. Ahora está en la edad perfecta para ti, viejo y acabado como tu familia. Las palabras cortaron como cuchillo.
Diego no respondió. Solo acarició con cuidado el cuello del caballo flaco, sintiendo bajo sus dedos los huesos marcados y el temblor del animal. Las risas aún resonaban a su alrededor, pero él ya no las escuchaba. Había algo en los ojos del caballo —una mezcla de miedo y dignidad— que lo hizo tragar saliva y apretar la mandíbula.
—Tranquilo, viejo —susurró—. Nadie nos va a humillar otra vez.
Esa noche, mientras el pueblo dormía, Diego llevó al caballo a la orilla del río. Con un balde, limpió el polvo y el barro seco que cubrían su cuerpo. Luego le ofreció el poco maíz que le quedaba y, con una manta vieja, lo cubrió del frío. Lo bautizó Esperado, porque era lo único que aún no había perdido: la esperanza.
Durante los siguientes días, Diego y Esperado entrenaron lejos de los caminos principales, donde nadie los viera. El joven no tenía silla de montar ni riendas nuevas; usó lo que pudo encontrar entre desechos y restos de cuero viejo. Al principio, el caballo apenas podía trotar, pero con paciencia y ternura, Diego lo fue fortaleciendo.
El sol, el sudor y la fe fueron sus únicas herramientas. Cada amanecer era un nuevo intento, cada caída una promesa. Y, poco a poco, el animal comenzó a recuperar el brillo en la mirada.
Llegó el día de la carrera. Los demás competidores lucían monturas relucientes y animales fuertes, musculosos, con crines peinadas y herraduras nuevas. Diego, en cambio, apareció con su ropa gastada y el caballo del que todos se habían burlado. El murmullo fue inmediato.
—Mírenlo, ahí viene el que piensa volar con un caballo que ni puede trotar —rió uno.
—Esto será rápido —añadió otro, entre carcajadas.
Pero cuando sonó el disparo de salida, algo inexplicable ocurrió. Esperado arrancó con una fuerza que nadie creía posible. Al principio, iba último, pero Diego no tiró de las riendas. Solo le habló en voz baja:
—Tú puedes, viejo. Corre como si el alma de mi madre te guiara.
Y el caballo respondió. Paso a paso, comenzó a ganar terreno. Los cascos golpeaban la tierra con un ritmo que hacía temblar el suelo. Uno a uno, los demás jinetes fueron quedando atrás, hasta que solo quedaba el arrogante don Aurelio, montado en su pura sangre campeón.
La multitud enmudeció al ver al joven pobre y su caballo cojo acercarse. Faltaban solo unos metros para la meta cuando Esperado dio un salto imposible, adelantando por una fracción de segundo al animal del patrón.
El silencio fue total. Luego, un rugido de sorpresa y emoción sacudió la plaza. Diego había ganado.
Don Aurelio no podía creerlo. Bajó del caballo con el rostro desencajado. En sus ojos se mezclaban la rabia, la humillación y una chispa de vergüenza. Diego se acercó, aún jadeando, y le devolvió las riendas del caballo.
—Gracias por confiarme lo peor que tenía, patrón —dijo con voz serena—. Me enseñó a sacar lo mejor de mí.
El anciano terrateniente no dijo nada. Solo vio cómo el joven y su caballo se alejaban entre los aplausos del pueblo. Desde ese día, nadie volvió a reírse de Diego Hernández. Y en los corrales del rancho Mendoza, siempre quedaba un silencio extraño cada vez que alguien mencionaba el nombre de Esperado.
Porque todos sabían que aquel caballo, el más débil y despreciado, había sido el que cambió la historia del pueblo… y el corazón del hombre más poderoso de San Miguel.