Adopté a una chica embarazada que limpiaba mi casa… “Estás completamente loca, Marta.”
Mi hermana lo dijo con esa voz que reservaba para cuando me comía el último pedazo de pastel o cuando me veía usar sandalias con calcetines. Pero esta vez era diferente. Esta vez, según ella, me había pasado tres pueblos.
“No estoy loca,” le respondí, removiendo el azúcar en mi café con más fuerza de la necesaria. “Estoy siendo compasiva.”
“¿Compasiva? ¡Vas a adoptar a tu empleada doméstica embarazada! ¿Qué va a decir la gente?”
Ahí estaba. La famosa “gente”. Esa entidad abstracta que supuestamente dictaba cómo debía vivir mi vida a los sesenta y dos años.
“La gente puede irse a freír espárragos,” dije, y mi hermana casi escupe el café.
Todo había empezado tres meses atrás, cuando Valeria llegó a mi puerta buscando trabajo. Veintidós años, embarazada de seis meses, con una mochila raída y esos ojos que te miran como pidiendo perdón por existir.
“Señora, limpio muy bien. Y cocino también. No cobro mucho.”
Tenía la barriga apretada bajo una sudadera dos tallas más grande y las manos le temblaban.
“¿Has desayunado?” fue lo único que se me ocurrió preguntar.
Se quedó callada. Respuesta suficiente.
La senté en mi cocina y le preparé huevos revueltos, tostadas, jugo de naranja. La vi comer con esa mezcla de hambre y vergüenza que parte el alma. Y mientras comía, me contó: familia que la echó cuando se embarazó, novio que desapareció más rápido que mi juventud, refugio que la corrió porque “ya no había espacio.”
“Puedes quedarte,” le dije.
“¿Cómo empleada?” preguntó, con la boca llena.
“Como persona. El cuarto de huéspedes está vacío desde que murió Roberto hace cinco años. Y francamente, estoy harta de hablar sola.”
Debiste ver su cara. Como si le hubiera dicho que había ganado la lotería.
Los primeros días fueron raros. Valeria insistía en limpiar todo, en ganarse “el derecho” a estar ahí, hasta que una mañana la encontré limpiando las ventanas subida a una silla.
“¡Bájate de ahí ahora mismo!” grité como si tuviera cinco años. “¡Estás embarazada, por Dios santo!”
“Pero señora Marta, tengo que…”
“Lo único que TIENES que hacer es cuidar de ese bebé y de ti misma. Fin de la discusión.”
Se bajó de la silla, y entonces hizo algo que no esperaba: se echó a llorar.
“Nadie me había cuidado así desde que era niña,” sollozó.
La abracé. Era delgadita como un pájaro, toda huesos y barriga. Y en ese momento supe que mi hermana tenía razón: estaba completamente loca. Pero era la clase de locura que me gustaba.
Mi familia entera se volvió loca también. Llamadas diarias:
“¿Y si te roba?”
“¿Y si el bebé llora toda la noche?”
“¿Qué va a pensar el padre Julio?”
El padre Julio, para su información, vino a conocer a Valeria, la bendijo, bendijo su barriga, y me dijo: “Marta, esto es lo más cristiano que has hecho en tu vida. Y eso que te vi darle tu abrigo a ese vagabundo en pleno invierno.”
Las amigas del club de bridge fueron peores.
“Ay, Marta, qué noble eres,” decía Rosa, con esa voz melosa que usaba cuando algo le parecía estúpido. “Pero, ¿no crees que es mucha responsabilidad a tu edad?”
“A mi edad ya no me quedan fuerzas para fingir que me importa tu opinión, Rosa.”
El bridge se puso tenso ese día.
Pero Valeria… Valeria floreció. Empezó a sonreír más. A cantar en la ducha. A robar galletas de mi frasco “secreto” (que no era tan secreto). Me enseñó a usar TikTok, cosa que mi nieta llevaba años intentando sin éxito.
“Señora Marta, tiene que mover la cadera así.”
“Valeria, mi cadera se jubiló hace diez años.”
Nos reíamos hasta llorar.
Y cuando llegó el gran día, a las tres de la mañana, los dos gritamos al mismo tiempo.
“¡MARTA, CREO QUE YA ES HORA!”
“¡VALERIA, ¡DÓNDE DEJÉ LAS LLAVES DEL COCHE!”
El viaje al hospital fue una comedia de errores. Yo manejando en pijama y pantuflas, Valeria respirando como me enseñaron en las clases de parto (sí, fui con ella a TODAS), y los dos cantando “Despacito” para calmarnos porque era la única canción que se nos ocurrió.
Doce horas después, Sebastián entró al mundo gritando como si estuviera enojado por la demora.
“¿Quiere cargarlo?” me preguntó la enfermera, y no me dio tiempo a responder antes de ponerme ese bulto arrugado y perfecto en los brazos.
“Hola, pequeño escándalo,” susurré, y él abrió un ojo, me miró con todo el juicio de un anciano sabio, y se volvió a dormir.
Valeria, exhausta pero radiante, me miró desde la cama.
“Señora Marta… ¿usted querría ser su abuela?”
Y ahí estaba yo, mujer de sesenta y dos años, llorando como bebé en una sala de maternidad.
“Ya lo soy, tonta.”
Eso fue hace un año. Ahora Valeria estudia enfermería en línea mientras Sebastián y yo nos quedamos en casa jugando a “descubrir qué cosas no deberían meterse en la boca pero igual terminan ahí.”
Mi hermana vino ayer a visitarnos. Sebastián le echó los brazos y ella se derritió como hielo en el infierno.
“Marta,” me dijo mientras cargaba al bebé, “sigo pensando que estás loca.”
“Lo sé.”
“Pero es la clase de locura más hermosa que he visto.”
Valeria entró con té para todos. Ya no usa ropa dos tallas más grande. Ya no tiene esa mirada de pedir perdón por existir. Ahora tiene ese brillo de alguien que sabe que tiene un lugar en el mundo.
“¿De qué hablan?” preguntó, sentándose con nosotras.
“De lo loca que está tu madre,” dijo mi hermana, y las tres nos reímos.
Porque sí, soy su madre ahora. Y su abuela. Y todo lo que necesite que sea.
Y la gente puede seguir opinando. Yo estaré muy ocupada siendo la abuela del bebé más amado del mundo.
Que, para su información, acaba de aprender a decir “aba” (intento de “abuela”, claramente), y es el sonido más hermoso que he escuchado en mi vida.
¿Loca? Quizás.
¿Feliz? Absolutamente.
Y a veces, eso es lo mismo.
“Si este relato te hizo sentir algo y no lo compartes, se perderá como tantas historias que nunca llegan a nadie. Con un simple compartir me ayudas a seguir escribiendo y a que mis hijas tengan un plato de comida en la mesa. No lo ignores, porque para nosotras significa mucho más de lo que imaginas.”