“Vendo boletos de lotería para sobrevivir cada día, pero esa mañana aposté todo por un desconocido, tirado en plena calle, con sangre en la frente y sin un solo boleto en los bolsillos.”
Me llamo María Luisa López, tengo sesenta y cinco años, pelo blanco, manos curtidas por los años de venta de boletos de lotería en la calle Hidalgo, de la Ciudad de México. Cada mañana salgo de mi pequeña casa de lámina y cartón en Iztapalapa, con mi carreta de madera; cada noche regreso con unos pesos que apenas alcanzan para la comida del día siguiente. No sé si existe algo como esperanza, pero sé que, aunque me canse, tengo que volver.
Cada día es igual: me instalo cerca del cruce de Hidalgo y Reforma, donde hay mucho tráfico y peatones que buscan suerte. Grito:
— ¡Boletos! ¡Lotería nacional! ¡Llévelos!
A veces me sonríen, a veces ni se detienen. A veces alguien me dice:
— Vieja, ¿ya no te cansas?
Yo asiento, aunque por dentro me duele decir que sí. Me duele más pensar que ya no soy la mujer fuerte que fui hace treinta años; que mis rodillas me traicionan, que si no vendo cien boletos, mi nieto no come. Pero cada mañana pienso también que si dejo esto, ¿qué hago? ¿Pido limosna? ¿Le quito expectativas a mi hija que trabaja en el mercado? Así que me mantengo de pie, vendiendo, saludando, sonriendo con cansancio.
Esa mañana es más fresca que lo normal. Hay un gris en el cielo, se siente que va a llover. He vendido quizá cincuenta boletos cuando escucho un estruendo: un choque fuerte, frenos, llanto. Me late el corazón. Algo dentro de mí dice: “Niña, cálmate”. Pero algo más fuerte grita: “Ve”.
Corro hacia la calle; un coche blanco pasó de largo, un hombre tirado en el suelo, sangre en la frente, una moto rota. La gente mira; un señor con teléfono dice que ya llamó a la ambulancia, otros retiran autos para dejar espacio. Yo parpadeo. Pienso: “¿Y si me caigo tratando de ayudar? ¿Y si me demandan? ¿Y si me toca pagar algo?” Tiene sentido dudar, tengo pocos pesos en la bolsa.
Pero aprieto los puños, respiro, me acerco.
— Señor, ¿puede hablar? ¿Dónde le duele? — digo, bajando mi voz para no asustarlo más.
El hombre abre los ojos despacio, dice algo incomprensible. Tiene un trozo de tela en la frente para detener la sangre. Me quita la mano cuando pruebo tocar su brazo.
— Perdón — murmuro.
Veo que la herida sangra mucho. Sin pensarlo, saco un pañuelo que uso para limpiar la boca cuando fumo; lo limpio, lo doblo, lo presiono sobre la herida.
— Aguanto — dice él con voz rota —. Gracias… ¿usted…?
— Me llamo María Luisa — respondo —. No se mueva hasta que llegue la ambulancia.
Mientras espero, llegan policías, empujan a la gente, alguien grita “¡Que se haga espacio!”. Me arrodillo junto al hombre, le hablo, intento distraerlo de su dolor. Me tiemblan las piernas, se me hiela la espalda. Pero algo dentro de mí me empuja: que no puede quedar solo, que alguien debe hacer algo.
La ambulancia tarda. Veo que empieza a llover unas gotas pesadas; gente se resguarda bajo toldos, bajo paraguas. Yo, empapándome, continúo apoyando al herido. Me siento cansada, los pies me duelen, la ropa ya está mojada, se me pega a la piel. Alguien grita:
— ¡Vieja, quítate, te vas a mojar más!
Casi respondo que mis huesos ya sienten cada gota. Pero vuelvo la mirada al señor herido, su boca entreabierta, la angustia en los ojos; y sé que no puedo abandonarlo.
El policía se acerca y pregunta:
— Señora, ¿usted es médica?
— No, señor — digo —. Solo alguien que no puede ver a otro sufrir.
El policía frunce el ceño, como si yo no tuviera derecho… como si porque vendo boletos, no pudiera hacer algo bueno.
— Está bien, tenga cuidado — dice él —. Yo le digo al conductor del coche que se quede.
Mientras la lluvia se intensifica, siento el peso de mis hombros; pienso en mi hija, que trabaja desde las cinco, en mi nieto que está enfermo, que no tengo dinero para medicinas. Pienso: “¿Valdrá la pena que me moje, que me enferme mañana? ¿Y si esto no cambia nada?”
Pero luego veo al hombre sudoroso, con los labios azules, con miedo de perder la conciencia. Me obligo a pensar en la compasión antes que en el frío. Aprieto más fuerte el pañuelo en su frente. Le tomo la mano.
— Todo va a estar bien — le digo —. No cierre los ojos.
El señor llora un poco, sus labios tiemblan. Una exclamación ahogada.
— Gracias… María Luisa — alcanza a decir —. ¿Por qué hace esto?
Mis ojos se llenan de agua, la lluvia me encharca la espalda, pero sonrío.
— Porque alguien lo haría por mí — le contesto —. Y porque… porque no cuesta tanto ayudar, señor.
Finalmente llega la ambulancia. Dos paramédicos saltan del vehículo, abren puertas. Me aparto un poco, empapada, labios entumecidos. Uno de ellos dice:
— ¿Quién lo estuvo ayudando?
Me apresuro:
— Yo, yo me llamo María Luisa López — digo —. Lo vi en el suelo, no quise dejarlo solo.
El paramédico asiente, toma control, habla al señor: mejora la respiración, le ponen collarín, lo suben con cuidado.
Mientras lo suben en la camilla, él me mira, los ojos húmedos.
— Usted… ¿Cómo le pago?
— No se preocupe — digo —. Solo quiero que respire, que sus hijos sepan que alguien estuvo con usted.
Me pongo de pie, tiemblando, no por frío, sino por la lluvia, por la emoción. La gente alrededor murmura: “qué madre tan buena”, “¿para qué meterse?”. Pero no es un mérito, pienso: es lo que cualquiera debería hacer.
Al día siguiente, regreso a mi esquina de siempre. Voy al puesto de tacos que me gusta, compro uno de suadero, lo como con tortillas recién hechas, tomo un vaso de agua. Me pregunto si se enteró mi hija de lo que hice; sospecho que sí, porque al regresar a casa encontré una carta que alguien dejó debajo de la puerta.
La carta dice:
Señora María Luisa López,
Le escribe Ana García, hija de Don Jorge Villalobos, el señor que usted ayudó ayer.
Mi papá está estable. Le agradecemos de todo corazón. Me contó que usted no lo dejó solo, que lo calmó cuando más lo necesitaba. Queremos invitarle a comer con nosotros mañana, en su casa, para agradecerle.
Si usted no puede venir, podríamos pasar a su casa con algo de la comida.
Muchas gracias, de verdad.
Leo la carta con la mano temblorosa. Un nudo se me hace en la garganta. Miro al cielo nublado, veo que ya sólo hay unas nubes dispersas, pero mi corazón está claro: hice lo correcto. Me siento pobre, sí, pero no tan vacía.
Al día siguiente, acepto la invitación. Llego a la casa de los Villalobos: una casa amplia, limpia, con ventanas que dan al jardín, flores bien regadas. Me saludan con abrazos. La hija me sirve suadero, arroz, frijoles, tortillas calientes.
Don Jorge — el hombre que auxilié — está sentado en una silla, apoyado por cojines, vendado en la frente, sonríe.
— Señora María Luisa — dice él con voz temblorosa —, no sé cómo agradecerle.
Yo me sonrío, me limpio unas lágrimas que no sabía que tenía.
— No tiene que agradecer nada — digo —. Sólo, si puede, vea por otros también. Que ese gesto suyo de invitarme a comer ya es suficiente.
Don Jorge me mira, y algo en sus ojos me hace saber que no estamos tan distintos: él también tiene miedo, también depende de otros; yo vendo boletos para comer, él trabaja para que su casa esté bien. El destino, a veces, nos pone en la misma ruta.
Ella, la hija, Ana, saca un sobre.
— Esto es para usted — dice —. No lo acepte como pago, sino como ayuda. Sabemos que lucha cada día. No lo tome como caridad.
Dentro del sobre hay dinero; no mucho, lo suficiente para comprar medicamentos para el nieto, para pagar unas tortillas extra esta semana.
Mi pecho se hincha, me cuesta respirar. Me siento digna.
— Muchas gracias — digo, con voz suave —. Que Dios les bendiga siempre.
Esa noche, en mi casa de lámina, me siento en el piso, con una manta vieja sobre las piernas. Pienso en lo que pasó: cómo un acto pequeño — presionar un pañuelo, hablar con voz tranquila — le dio al señor una razón para aferrarse a la vida. Pienso en cómo mi pobreza no me quitó la humanidad; en cómo la bondad no exige tener mucho.
A veces creemos que porque somos pobres, enfermos, viejos, no podemos hacer nada importante. Pero uno gesto puede cambiar el curso de una vida. Uno.
Y aunque mis rodillas me duelen, aunque el mañana me preocupe, hoy sé que viví algo grande. Que mi trabajo de todos los días, de vender boletos bajo el sol, tiene sentido si sigo siendo capaz de ver a otro y decir “¿Cómo estás?, puedo ayudarte”.
La solidaridad existe en los lugares más inesperados; muchas veces no viene del que tiene, sino del que da aunque le falte. Y la empatía no entiende de clases: conecta corazones donde menos se espera.
Termino pensando en mi nieto, en mi hija, en mis vecinos. Mañana voy a salir otra vez con la carreta de boletos; mañana puede llover o puede estar soleado. Pero ya sé que ¿quién sabe? tal vez un nuevo rostro se cruce, alguien que necesite un pañuelo, una voz, una mano caliente. Yo voy a estar ahí.