“Si algún día desaparezco, sube a la azotea — quizá solo necesito un poco de viento y una palabra que no alcancé a decir.”

Hay un edificio en Madrid con ocho pisos y ningún ascensor.
La mayoría de sus vecinos son mayores.
Otros, nuevos inquilinos que llegan por alquiler barato y se marchan sin despedirse.

Solo hay un lugar donde todos pasan, pero nadie se detiene:
la azotea.

Lavaderos rotos.
Cuerdas sin ropa.
Una silla de plástico que cruje al viento.
Y una vista que —cuando el sol se va— parece prometer algo.

Ahí, entre tejas y antenas oxidadas, empezaron a aparecer… papeles.

No eran basura.
Eran cartas.

Escritas a mano.
Sin firma.
Pegadas con cinta a la pared del cuarto de tendederos.

Nadie sabía quién las dejaba.

La primera decía:

“Perdón por no contestar aquel mensaje.
No fue cobardía. Fue miedo de ilusionarme.”

A la semana, apareció otra:

“Ya no sé rezar, pero subo aquí porque algo dentro mío se inclina al cielo cuando duele.”

Y luego otra:

“En esta azotea te dije que sí.
Y tú creíste que era broma.
Aún espero que te rías de nuevo.”

Los vecinos comenzaron a subir por curiosidad.

Una mujer mayor dejó una silla.
Un chico dejó una planta.
Una niña colgó una estrella de papel.

Alguien incluso dejó una radio portátil con música suave, y le escribió encima:

“Que suene bajito, para que el dolor no se asuste.”

Un día, apareció un sobre cerrado.
Decía:
“Para quien lo necesite más que yo.”

Dentro había 20 euros…
y una nota que decía:

“Hoy iba a rendirme. Pero decidí subir un piso más.
Me encontré con el cielo, y no hizo falta decir nada.”

Nadie robó el dinero.
Ni lo usó.
Solo lo dejaron ahí.
Como un faro.
Como un pacto silencioso.

Una noche, Clara —vecina del 2ºB— subió sin saber por qué.
Llevaba semanas llorando en silencio.
Perdiendo el sueño.
Sintiendo que no pertenecía a ningún lado.

Se sentó en la silla.
Leyó las cartas.
Y lloró sin vergüenza.

Antes de bajar, dejó la suya.

“No sé si estas palabras son para mí o para ti.
Pero si estás leyendo esto…
sigues aquí.
Y eso, en sí mismo, ya es milagro.”

Desde entonces, la azotea ya no es un sitio vacío.

No es un lugar de tránsito.
Es un altar urbano.
Una capilla sin dios, pero con fe.
Un refugio sin paredes, pero con presencia.

No se habla de eso en el edificio.
Pero todos saben que está.

Y algunos días, cuando el cielo está limpio,
alguien sube con un termo de café,
y deja una nueva nota,
como quien pone una ofrenda:

“Hoy no pedí ayuda.
Solo vine a agradecer que sigo.”