Entre la fe y la traición

1. La vida tranquila
Me llamo Lupita Sánchez, y llevo tres años casada con el doctor Alejandro Ortega, médico en el hospital municipal de San Miguel de Allende, Guanajuato.
Desde que nos casamos, Alejandro siempre ha sido muy querido por la gente. No importaba si era de noche o día, si alguien enfermaba, él corría a ayudar sin cobrar un peso.
Yo estaba orgullosa. Pensaba: “qué hombre tan noble, tan de buen corazón”.
Pero poco a poco, esa admiración se fue convirtiendo en una inquietud que me robaba el sueño.
2. La paciente especial
Entre todos los enfermos del pueblo, había una casa que Alejandro visitaba con demasiada frecuencia: la de Rosa Martínez, una muchacha joven que vivía sola con su mamá, Doña Carmen.
Cada vez que escuchaba que “la mamá de Rosa se sentía mal”, Alejandro dejaba la cena a medio comer y salía con su maletín.
A veces regresaba hasta la medianoche.
Cuando le pregunté, me dijo tranquilo:
“Son mujeres solas, Lupita. Si no voy yo, ¿quién las ayuda?”
Quise creerle. Pero pasaron los días, y noté algo más:
De todos los pacientes, solo a ellas no les cobraba nada.
Cuando lo mencioné, él sonrió, como restándole importancia:
“No todo es dinero. Además, son buena gente, me tratan como de la familia.”
Esa frase —“como de la familia”— me dejó helada.
A veces, la intuición de una mujer es más fuerte que cualquier diagnóstico.
3. La visita inesperada
Una tarde salí a entregar unas medicinas al dispensario del barrio y pasé frente a la casa de Doña Carmen.
La puerta estaba entreabierta, y se oían risas bajitas, cómplices.
Me detuve. Desde fuera pude ver a la señora Carmen sentada en una mecedora, tomando café.
Dentro del cuarto, reconocí la voz de Rosa, dulce y melosa:
“Doctor, usted ha sido tan bueno con nosotras… no sé cómo agradecerle.”
El corazón se me paralizó.
Antes de que pudiera decidir si irme o no, Doña Carmen me vio.
Se levantó sobresaltada, luego fingió una sonrisa:
“¡Ay, Lupita! Qué sorpresa. Pase, pase. El doctor está atendiendo a Rosa, pobrecita, no se ha sentido bien.”
“¿Atendiendo?”, pensé.
¿A medianoche, sin medicamentos, sin cobrar, con risas y puertas cerradas?
Respiré hondo, empujé la puerta y entré.
4. El golpe de realidad
La escena me atravesó el alma.
Alejandro estaba sentado junto a Rosa, muy cerca, con la mano en su hombro.
Ella lo miraba con una expresión que nada tenía de enferma.
En la mesa no había ni un solo frasco, ni un estetoscopio —solo una taza de té humeante.
Me quedé inmóvil unos segundos, hasta que logré hablar:
“¿Así se curan los dolores ahora? Dos meses viniendo cada noche, y resulta que la medicina es el té y las caricias.”
Alejandro se puso de pie, nervioso:
“Lupita, no es lo que piensas. Yo solo las ayudo, son gente humilde…”
Rosa bajó la cabeza, pero en sus labios asomó una sonrisa casi victoriosa.
Sentí el cuerpo arderme.
“¿Ayudar? ¿A costa de qué? ¿De humillarme? ¿De jugar con mi confianza?”
Doña Carmen intervino, temblorosa pero intentando justificarlo:
“No te lo tomes a mal, hijita. El doctor es un hombre bueno… y mi Rosa aún no se casa, sería una bendición tener un hombre así en la familia.”
Su frase fue un balde de agua helada.
Entonces entendí: no era solo compasión, era una ilusión compartida, un “futuro posible” donde yo no existía.
5. El ultimátum
Con la voz temblorosa pero firme, le dije a Alejandro:
“Tú decides ahora. O te vas conmigo y cortas todo esto, o firmamos el divorcio. No hay punto medio.”
El silencio pesó como plomo.
Rosa empalideció, Doña Carmen miró al suelo.
Alejandro bajó la cabeza, avergonzado, sin poder sostener mi mirada.
Después de unos segundos eternos, dijo en voz baja:
“Tienes razón, Lupita. Me dejé llevar. Perdóname. No volverá a pasar.”
No respondí. Solo di media vuelta y salí de esa casa.
Por primera vez, no lloré: el dolor había secado todas mis lágrimas.
6. El nuevo comienzo
Pasaron las semanas. Alejandro pidió su traslado a otro hospital, en Querétaro.
Desde entonces, sus guardias son solo en el hospital, no en casas ajenas.
En las noches, cuando cena conmigo y con nuestro hijo, me toma de la mano y dice:
“Si no me hubieras enfrentado, habría perdido todo lo que de verdad importa.”
Yo solo sonrío. No sé si el amor que teníamos volvió a ser el mismo, pero sí sé que aprendió a poner límites —y yo, a defender mi dignidad.
7. Epílogo
De vez en cuando, llega algún rumor del pueblo:
que Rosa se fue a vivir a León, que su madre ya no la ve tan sonriente.
Pero ya no me importa.
Yo tengo mi paz.
Y Alejandro… aprendió que la compasión mal entendida puede parecer amor —y eso, en la vida real, cuesta caro.
FIN 🌹