—“Abuelo, ¿por qué quieren regalar todo ese dinero a una desconocida?”

—“Abuelo, ¿por qué quieren regalar todo ese dinero a una desconocida?” —mi nieta me preguntó, y en ese instante supe que mi respuesta tendría que ser la más sincera de todas.

Me llamo Don Manuel, y junto con mi esposa, Doña Carmen, hemos vivido toda nuestra vida en un pequeño barrio de la Ciudad de México. Trabajamos desde jóvenes, día a día, guardando cada peso con la esperanza de tener un poco más de tranquilidad en la vejez.

—Carmen, ¿ya juntamos para la cena de mañana? —pregunté una tarde mientras repasaba los sobres con dinero que habíamos ahorrado.

—Sí, Manuel, pero recuerda que la despensa está casi vacía, hay que ser cuidadosos —me respondió con esa voz dulce que nunca pierde el ánimo, aunque a veces el cansancio se nota en sus ojos.

Los años no han sido fáciles. La pensión apenas alcanza, y los gastos médicos empiezan a pesar. Pero nos tenemos el uno al otro y eso, para nosotros, es lo más importante.

Un día, nos llegó una invitación especial: la empresa donde mi hijo trabaja quería reconocernos con un premio por ser “típicos ejemplos de ahorro y disciplina”.

—¿Qué dices, Carmen? —pregunté con una mezcla de orgullo y nerviosismo—. ¿Iremos a la ceremonia?

—Claro, Manuel. Es un reconocimiento a toda una vida —me respondió con una sonrisa.

La ceremonia fue sencilla, en un salón modesto, rodeados de otras familias y vecinos. Al recibir el premio, la señora que entregaba el cheque mencionó:

—Este dinero es para agradecer su ejemplo de constancia y sacrificio.

Mientras aplaudíamos, me crucé con la mirada de una joven que se veía agotada, su piel pálida y ojos cansados. No dije nada, pero algo dentro de mí me hizo acercarme.

—¿Está usted bien, señor? —me preguntó con voz temblorosa.

—Estoy bien, pero parece que usted no —le respondí suavemente.

Ella me contó que se llamaba Lucía, y que estaba luchando contra un cáncer que había vaciado a su familia y le había quitado toda esperanza.

—A veces siento que no hay salida —dijo con lágrimas que no quería dejar caer.

Mi esposa y yo nos miramos y supimos qué debíamos hacer.

En la cena que siguió a la ceremonia, Carmen tomó mi mano y me susurró:

—Manuel, todo lo que hemos ahorrado puede ayudar a esta niña. No será fácil, pero vale la pena.

Lo pensamos mucho, porque ese dinero era nuestra seguridad para los años que nos quedan. Pero al mirar a Lucía, entendimos que el verdadero valor no estaba en guardarlo, sino en compartirlo.

Al día siguiente, le entregamos el cheque a Lucía.

—Esto es para ti, para que puedas seguir luchando —le dije con voz firme.

Ella me miró sorprendida, como si no creyera en lo que estaba pasando.

—No sé cómo agradecerles —susurró, con la voz quebrada.

Y entonces comprendí que la verdadera riqueza no está en la cantidad que acumulas, sino en el amor que das cuando menos te lo esperan.

A veces me preguntan si no tuvimos miedo de perder todo. Y yo siempre respondo:

—Sí, tuvimos miedo, pero también tuvimos esperanza.

La vida nos enseña que los actos pequeños, como dar una mano cuando alguien lo necesita, pueden cambiar el mundo.

En este México donde la injusticia y la desigualdad parecen gigantes, recordemos que la humanidad está en esas decisiones que, aunque simples, llevan el peso de un corazón abierto.