—¿De verdad vas a venir a verme cuando termines la escuela?
—¿De verdad vas a venir a verme cuando termines la escuela? —preguntó la maestra Clara, agachada frente a una niña de cinco años con moño rosa y mochila más grande que ella.
—Sí, seño —respondió Calyssa—. Cuando sea grande, voy a venir a contarte todo.
Clara sonrió. Estaba acostumbrada a esas promesas. Los niños son dulces… pero el mundo es grande. Se los lleva. Y rara vez vuelven.
—Entonces te espero —dijo, y le tocó el corazón con un dedo—. Aquí.
Pasaron dieciséis años.
Dieciséis.
Clara siguió enseñando, con la espalda un poco más encorvada, las manos más arrugadas, y menos fuerza para cortar papelitos o agacharse a atar cordones.
Algunas veces pensaba en aquellos primeros cursos, en los niños que aprendían a escribir su nombre, a no comerse las témperas, a pedir perdón.
A veces encontraba cartas arrugadas entre los libros, con dibujos torcidos que decían “te quiero seño”.
Sonreía, pero sin esperar que volvieran.
Ese día, Clara acababa de ordenar el estante de cuentos cuando escuchó pasos detrás suyo.
Se giró con suavidad.
Y ahí estaba.
Una joven con vestido lila, el mismo moño rosa de hace años… y ojos que no podían ocultar la emoción.
—¿Se acuerda de mí?
Clara entrecerró los ojos.
Tardó un segundo.
Tal vez dos.
Pero cuando la memoria hizo clic, fue como si el corazón se le hubiera encendido.
—Calyssa…
Se abrazaron sin decir palabra.
No importaba el polvo del aula, ni los años, ni las arrugas.
El tiempo se había detenido en un instante.
El del reencuentro.
—Yo le prometí que vendría —dijo Calyssa, mientras le mostraba fotos de su graduación—. Y usted me dijo que me esperaba aquí. Aquí estoy.
—Ay, hija… pensé que era una promesa de esas que se pierden.
—No. Usted fue mi primera maestra. La que me enseñó a leer, a tener paciencia. La que me abrazaba cuando me daba miedo el recreo. No me iba a olvidar.
Clara la miraba como si viera un milagro.
—¿Y ahora qué vas a hacer?
—Voy a estudiar psicología infantil. Quiero trabajar con niños como usted lo hizo. Porque lo que una maestra puede hacer… a veces dura toda la vida.
Una compañera de Calyssa grabó el encuentro y lo subió a TikTok.
Y el mundo, ese que gira rápido y olvida fácil, se detuvo también por un momento.
Millones vieron a una exalumna cumplir su promesa.
Y a una maestra que, sin redes ni aplausos, había sembrado algo que floreció dieciséis años después.
Hoy Clara tiene una foto de ese reencuentro enmarcada junto a su escritorio.
Cuando algún día oscuro la hace dudar de su vocación, la mira.
Y recuerda que la gratitud, como los abrazos verdaderos, no caduca.
Y Calyssa…
Calyssa ahora da talleres a niños en barrios vulnerables.
Lleva libros, colores, cuentos.
Y cuando le preguntan por qué eligió ese camino, sonríe y responde:
—Porque una vez, una maestra creyó en mí antes de que yo supiera quién era.