La mujer embarazada que dormía en la puerta del hospital… porque su hija estaba internada y no tenía plata para el colectivo.
La vi por primera vez un martes a las seis de la mañana, cuando llegué para mi guardia. Estaba sentada contra la pared de la entrada del hospital, con las piernas estiradas y una mano sobre la panza. Tenía los ojos abiertos. No dormía, solo miraba.
El miércoles estaba en el mismo lugar. Esta vez con un saco doblado bajo la cabeza.
El jueves llovió y la encontré mojada, apretando contra su pecho una bolsa de plástico.
—Disculpe —le dije—, ¿está esperando turno?
Me miró como si le costara enfocar.
—No, doctora. Mi nena está internada. En el tercer piso.
—¿Y usted está acá afuera?
Asintió despacio.
—No tengo para el colectivo de vuelta. Entonces me quedo. Por si pasa algo.
Sentí algo apretarme el pecho.
—¿Hace cuánto?
—Cinco días.
Cinco días durmiendo en el piso. Cinco días sin bañarse. Cinco días comiendo lo que le daban las otras madres del pasillo o nada.
—¿Y el padre?
Bajó la vista.
—No está.
Esa tarde subí al tercer piso. Encontré a la nena en una cama del fondo: siete años, neumonía aguda, suero en el brazo. Dormía con el ceño fruncido, como si hasta en sueños le costara respirar. La enfermera me contó que la madre subía una vez por día, se quedaba una hora mirándola desde la puerta, y volvía a bajar.
—Dice que no quiere molestar —me explicó—. Que ya hacemos bastante. Y cómo está la nena así, solamente puede estar una hora para verla.
Esa noche, antes de irme, la busqué.
—Venga conmigo —le dije.
—¿Hice algo malo?
—No. Venga.
La llevé hasta la sala de descanso del personal. Había un sillón viejo, una manta y una pava eléctrica.
—Puede quedarse acá. Hay baño al lado. Nadie la va a echar.
Se quedó parada en la puerta, sosteniendo su bolsa. No se movió. No habló.
—Señora, pase.
Entonces empezó a temblar. Primero los labios, después los hombros. Se tapó la cara con las manos y se quebró. Lloró como si le hubieran dado permiso para derrumbarse después de una eternidad sosteniéndose.
—Perdón —decía entre sollozos—. Perdón, doctora.
—No tiene nada que pedir perdón.
Me abrazó. Olía a humedad, a cansancio, a esos cinco días sin tregua. Su panza se interponía entre las dos, dura y redonda. Calculé unos siete meses. Escrito por Gisel Dominguez.
—¿Cuándo sale de cuentas? —le pregunté.
—En dos meses —susurró—. Si todo va bien.
—¿Está yendo a los controles?
Negó con la cabeza.
—No me da el tiempo. Ni la plata.
Le preparé un té. Se sentó en el sillón como si fuera de cristal, como si tuviera miedo de romperlo. Bebió despacio, con las dos manos rodeando la taza.
—¿Cómo se llama su hija?
—Abril.
—Lindo nombre.
Sonrió por primera vez.
—Nació en abril.
Esa noche dormí poco. Seguía viendo su cara, su forma de disculparse por existir. Al otro día hablé con la jefa de enfermería. Después con la trabajadora social. Armamos un plan: un colchón en la sala de madres acompañantes, almuerzos en el comedor del personal, y que le hicieran los controles del embarazo ahí mismo, en obstetricia.
Cuando le conté, volvió a llorar. Pero esta vez sonreía.
—No sé cómo pagarle, doctora.
—No me tiene que pagar nada. Solo cuídese. Y cuide a Abril.
—Y a este —dijo, tocándose la panza.
—Y a ese también.
Abril salió del hospital doce días después. La vi irse de la mano de su mamá, flaquita pero caminando. La mujer se dio vuelta antes de cruzar la puerta y me saludó con la mano. Llevaba la misma ropa, la misma bolsa. Pero ya no era la misma.
Había algo distinto en sus ojos.
Ya no pedía permiso para estar viva.
Dos meses más tarde me llegó una foto por WhatsApp. Era de la trabajadora social. En la imagen, la mujer sostenía a un bebé envuelto en una manta celeste. A su lado, Abril sonreía mostrando un diente que le faltaba.
El mensaje decía: *”Se llama Dante. Nació ayer. Dice que gracias.”*
Guardé la foto. A veces, en las guardias largas, cuando todo se pone difícil, la miro.
Y recuerdo por qué elegí esto.
Por las que duermen en el piso.
Por las que esperan sin hacer ruido.
Por las que merecen que alguien les diga: pase, esto también es suyo.