Fui a adoptar un perro. Terminé adoptando a su dueño, un anciano que vivía en la calle.

Entré al refugio buscando compañía. Algo simple, peludo, que moviera la cola cuando llegara del trabajo. No esperaba encontrar a Bruno.

Era un golden retriever viejo, con el hocico blanco y los ojos cansados. Estaba echado en su jaula, pero cuando me acerqué, levantó la cabeza y me miró de una forma que no puedo explicar. Como si me reconociera.

“Ese llegó hace tres días,” me dijo la voluntaria. “Lo encontramos atado afuera. Alguien dejó una nota.”

Me mostró un papel arrugado. La letra temblaba: *”Se llama Bruno. Por favor cuídenlo. Yo ya no puedo.”*

“¿Saben quién lo dejó?”

“Un señor mayor. Se fue antes de que pudiéramos hablar con él.”

Adopté a Bruno ese mismo día. Cuando llegamos a casa, se paseó por el departamento olfateando todo, pero no se acomodaba. Cada rato iba a la puerta y gemía bajito.

“Ya estás en casa, amigo,” le decía, pero él me miraba y volvía a gemir.

Al tercer día lo entendí. No estaba extrañando una casa. Estaba extrañando a alguien.

Volví al refugio. “El hombre que lo dejó, ¿recuerdan algo de él? ¿Adónde fue?”

La voluntaria dudó. “Creo que… dijo algo sobre el parque Lincoln. Que ahí pasaba las noches.”

Fui esa tarde. Bruno iba adelante, tirando de la correa con una energía que no le había visto. Y entonces lo encontró.

Estaba sentado en una banca, con una bolsa de basura como almohada y un abrigo lleno de parches. Cuando vio a Bruno, se le iluminó la cara de una manera que me partió el corazón.

“¡Bruno! ¡Hijo mío!”

El perro casi me arrastra. Se le tiró encima, lamiéndole la cara, llorando con esos gemidos agudos que hacen los perros cuando están abrumados de felicidad. Escrito por Gisel Dominguez.

El hombre lloraba también. “Perdóname, perdóname,” le susurraba, abrazándolo.

Me quedé ahí parado, sintiéndome un intruso en ese reencuentro. Finalmente el hombre me miró.

“Usted lo adoptó.”

“Sí. Pero creo que cometí un error. Él no me quiere a mí.”

“No es eso,” dijo el hombre, secándose las lágrimas con una manga sucia. “Es un buen perro. Va a quererlo. Solo… necesita tiempo para olvidarme.”

“¿Por qué lo dejó?”

Se quedó callado un momento. “Perdí mi casa hace seis meses. Podía dormir en la calle, conseguir comida en los comedores. Pero él… él necesita más. Necesita un techo, un veterinario. Yo ya no podía dárselo.”

Bruno seguía pegado a él, con la cabeza apoyada en su regazo.

“¿Cómo se llama usted?” le pregunté.

“Roberto.”

“Roberto, yo tengo un departamento. No es grande, pero tiene una habitación extra que uso de bodega. ¿Por qué no viene a casa? Los dos.”

Me miró como si le hubiera hablado en otro idioma.

“No puedo aceptar…”

“No estoy ofreciendo caridad. Estoy ofreciendo un trato. Usted cuida a Bruno, lo saca a pasear, lo alimenta. Yo pongo el techo. Y tal vez, si quiere, puede ayudarme a arreglar algunas cosas. La puerta del baño no cierra bien y no sé nada de plomería.”

“Yo fui plomero,” dijo en voz baja. “Treinta años.”

“Entonces tenemos un trato.”

Eso fue hace ocho meses. Roberto duerme en la habitación que era mi bodega, que ahora tiene una cama, un buró y cortinas que él mismo colgó. Arregló la puerta del baño, y también el calentador que hacía ruidos raros, y la llave de la cocina que goteaba.

Cocina mejor que yo. Hace un estofado que me recuerda a mi abuela.

Bruno duerme donde le da la gana, generalmente entre nuestras dos habitaciones, como si quisiera asegurarse de que ninguno se vaya.

Anoche, mientras cenábamos, Roberto me dijo: “Gracias. Por no dejarme solo en ese parque.”

“No me agradezcas,” le respondí. “Fui a buscar un perro y encontré una familia.”

Bruno, echado a nuestros pies, movió la cola como si entendiera cada palabra.