“Fui discriminada toda mi vida por estar en silla de ruedas… pero hoy soy la abogada que defiende a los que sufren lo mismo que yo.”

Cuando era chica, aprendí que el mundo no estaba diseñado para alguien como yo. La primera vez que lo sentí tenía apenas ocho años.

—Mamá, ¿por qué no puedo entrar al cine con mis compañeros? —pregunté con la inocencia de una nena que solo quería ver una película de Disney.

Ella me abrazó fuerte, como si quisiera esconderme del mundo.
—Porque no tienen rampa, hija… pero algún día lo tendrán —me dijo, con esa fe que yo todavía no entendía.

Ese “algún día” tardó demasiado. Pasé mi adolescencia escuchando risas en pasillos donde no podía entrar, soportando miradas de lástima, profesores que me trataban como si fuera menos inteligente solo por no poder caminar.

En la facultad fue peor. Una profesora, frente a todos, me dijo:
—Señorita, la abogacía es para gente que pueda defenderse sola en una sala. Usted no podrá ni moverse… ¿no cree que debería dedicarse a otra cosa?

Sentí la vergüenza arder en mi cara, las ganas de desaparecer. Pero me aferré a la voz que temblaba dentro de mí:
—Voy a demostrarle que está equivocada.

Años después, ahí estaba yo. Con mi título, mi toga, y mi silla de ruedas perfectamente alineada frente al estrado.

El caso era sobre un chico al que le habían negado la inscripción en la escuela secundaria por tener una discapacidad motriz. La misma historia repetida. La misma injusticia, el mismo dolor.

Cuando el juez me dio la palabra, mi voz temblaba al principio. Pero miré al chico, y recordé mi propia historia. Entonces hablé con toda la fuerza que me dio cada puerta cerrada en la cara.

—Señoría —dije—, este no es un caso aislado. Es una muestra más de cómo la exclusión sigue escondida detrás de excusas. El acceso a la educación es un derecho, no un privilegio condicionado por la movilidad.

Vi cómo el rostro del juez se endureció. No de rechazo, sino de conciencia. En la sala, había silencio. Un silencio que escuchaba.

El fallo fue a favor del chico.

Ese día no gané solo un juicio. Gané una batalla contra todo lo que me dijeron que no podría lograr.

Cuando salí del tribunal, llamé a mi mamá. Le conté todo. Ella lloró.
—¿Viste que ese “algún día” llegó? —me dijo.
Y yo le respondí:
—Sí, mamá. Y ahora me toca a mí asegurarme de que no tarde tanto para los demás.

🌟 Hoy, no camino… pero avanzo. Lucho para que ningún niño o niña con discapacidad tenga que volver a preguntar: “¿Por qué no puedo entrar?” Porque la justicia empieza por la inclusión.