Una niña con enanismo en una escuela común no puede alcanzar los libros “para grandes”. Un día, se sube a una silla, cae, y en vez de castigarla, la maestra le da una biblioteca a su altura.
Siempre supe que era diferente. No por mala, ni por tonta, sino porque mi cuerpo decidió quedarse pequeño mientras el resto del mundo seguía creciendo. Tengo acondroplasia, aunque en la escuela nadie usaba esa palabra. Solo decían “la bajita” o “la chiquita”, como si mi nombre se hubiera borrado del pizarrón.
Lo peor de la escuela San Martín no eran las miradas ni los chistes tontos. Lo peor era la biblioteca.
Esos estantes altísimos, llenos de libros con lomos de colores brillantes, estaban fuera de mi alcance. Literalmente. La señorita Mónica, la bibliotecaria, había separado los libros en dos mundos: abajo, los de “niños pequeños” con letras grandes y dibujos; arriba, en la estantería del fondo, los de “grandes”, esos que tenían dragones en las portadas, mapas desplegables y palabras que sonaban a aventura.
—Esos no son para vos todavía, Luli —me dijo una vez cuando me vio mirándolos con hambre—. Son para cuarto grado.
Pero yo *estaba* en cuarto grado.
El martes todo cambió. Era el recreo de la tarde y la biblioteca estaba vacía. La señorita Mónica había salido un momento. Y ahí estaban, brillando como tesoros en lo alto: *El reino de las sombras perdidas*, *Atlas de criaturas fantásticas*, *La isla del tiempo detenido*.
No lo pensé. Arrastré una silla de madera, me subí con cuidado, apoyé una rodilla en el respaldo. Casi… casi podía tocar el lomo azul del que tenía un barco en la tapa. Estiré los dedos.
Y entonces la silla se movió.
Todo pasó muy rápido. El golpe. El dolor en el codo. Los libros cayendo a mi alrededor como pájaros asustados. Y la voz de la señorita Mónica:
—¡Luli! ¿Qué hiciste?
Me quedé en el suelo, rodeada de páginas abiertas, esperando el reto. Esperando que me dijera lo que siempre me decían: que era peligroso, que no debía trepar, que tenía que pedir ayuda.
Pero la señorita Mónica se arrodilló a mi lado. Recogió uno de los libros caídos y me lo puso en las manos.
—¿Este querías? —preguntó.
Asentí, con la garganta apretada.
Ella suspiró. No era un suspiro enojado. Era… triste.
—¿Sabés qué? Tenés razón. Esto no está bien.
Durante los siguientes días, pasó algo mágico. La señorita Mónica movió los estantes. Bajó todos los libros “para grandes” y los puso en una biblioteca nueva, justo a mi altura, contra la pared de la ventana. Era de madera clara y olía a barniz fresco.
—Biblioteca accesible —dijo, señalando un cartel que ella misma había pintado—. Para todos.
El viernes, cuando entré a la biblioteca, había tres chicos de segundo grado sentados en el suelo junto a mi nueva estantería. Uno de ellos, Tomás, tenía muletas apoyadas contra la pared.
—Luli, ¿me ayudás a elegir uno? —preguntó—. Vos sabés cuáles son buenos.
Me acerqué, pasé los dedos por los lomos como si fueran teclas de piano, y saqué *El reino de las sombras perdidas*.
—Este —dije, poniéndoselo en las manos—. Tiene un mapa adentro que brilla en la oscuridad.
Tomás sonrió. La señorita Mónica también, desde su escritorio.
Y yo entendí algo: las mejores aventuras no empiezan cuando alcanzás lo imposible. Empiezan cuando alguien te pone el mundo a tu altura, y vos decidís compartirlo.
Esa tarde presté cuatro libros. Dos a niños de silla de ruedas, uno a una chica nueva que no hablaba español, y uno a mí misma.
Porque ahora la estantería prohibida ya no existía.
Y yo era la guardiana de todos sus secretos.

Desde aquel día, la biblioteca San Martín nunca volvió a ser la misma.
Los estantes altísimos —símbolo de todo lo que “no era para mí”— se convirtieron en un recuerdo lejano. En su lugar, se alineaban estanterías bajas de madera clara, justo a la altura de manos pequeñas, de piernas frágiles y de sueños que aún no habían crecido del todo, pero que brillaban con fuerza.
Yo —Luli— recibí una misión especial: “la guardiana de la biblioteca pequeña.”
No era un título oficial, pero todos me llamaban así.
Cada mañana abría la biblioteca, limpiaba el polvo de las portadas y colocaba las etiquetas que la señorita Mónica preparaba: “Aventura”, “Magia”, “Historias del mundo”…
A veces algún niño entraba corriendo y preguntaba:
—Luli, ¿hay un cuento sobre alguien que puede volar sin tener alas?
Yo sonreía:
—Claro que sí. Todos podemos volar, solo hay que encontrar la página correcta.
Un día, la señorita Mónica me mostró un papel con el sello del director. En la parte superior, en letras grandes, decía:
“Proyecto Biblioteca Accesible – Modelo para todas las escuelas de la región.”
Leí sin poder creerlo.
Lo que había empezado con una caída ahora se extendía por toda la ciudad.
La señorita Mónica puso una mano sobre mi hombro y dijo:
—Luli, gracias a ti entendimos que los niños no siempre necesitan que alguien los levante… a veces solo necesitan que alguien se agache.
El día de la inauguración de la nueva biblioteca, todos vinieron.
Había pastel, globos y muchas risas.
Yo me quedé junto a mi estantería, sosteniendo La isla del tiempo detenido, el primer libro que alguna vez intenté alcanzar.
Una niña de primer grado, más pequeña que yo y un poco más baja que el estante, señaló el libro y preguntó:
—Luli, ¿me ayudas a bajarlo?
Se lo di y me incliné para susurrarle:
—Cuídalo bien, fue mi sueño alguna vez.
La niña abrazó el libro y sonrió con todo el corazón.
En ese momento lo comprendí: hay sueños que no necesitan ser altos, solo lo bastante cercanos para que alguien pueda alcanzarlos.
De “la bajita”, como me llamaban con compasión, me había convertido en la guardiana de los sueños a baja altura, donde todos podían tocar la magia del conocimiento.
Y cada vez que el viento sopla por la ventana y hace temblar las páginas, me gusta imaginar que son las historias antiguas susurrándome al oído:
“Gracias por no rendirte cuando el mundo era demasiado alto.”