Budapest, invierno. Nieve en los balcones, silencio en la cocina

Budapest, invierno. Nieve en los balcones, silencio en la cocina. Klara y István llevaban dos semanas sin hablar. Habían firmado los papeles del divorcio, solo faltaba entregarlos. Pero ninguno se atrevía a salir de casa.

—Hay repollo en la nevera —dijo Klara una mañana, sin mirarlo.

—¿Y?

—Podrías ayudarme a hacer sarmá. Al menos que la última comida en esta casa tenga dignidad.

István bufó. Pero al cabo de unos minutos, estaba en la cocina, lavándose las manos.

Comenzaron a picar carne de cerdo, arroz, ajo y cebolla. Klara añadía pimentón dulce húngaro. Él ajustaba la sal. Hacía años que no cocinaban juntos. Ni siquiera hablaban sin discutir.

—Dobla con cuidado las hojas de col —dijo ella.

—No soy nuevo. Recuerda que te enseñé yo.

—Tú no me enseñaste. Me gritabas que lo hacía mal.

István no respondió. Pero hizo el siguiente rollito con una precisión que hizo reír a Klara, aunque trató de ocultarlo.

En el fondo de una olla profunda, pusieron chucrut, tocino y los rollos de col rellena, cubiertos de caldo. Mientras hervía, el aroma los envolvía con una nostalgia húmeda.

—Mi abuela decía que el sarmá necesitaba dos cosas: calor lento… y que no se lo comiera alguien amargado —dijo ella.

—Entonces estamos arruinados —respondió él, con una media sonrisa.

Comieron en silencio, al borde del llanto. Cada bocado era una tregua. Cada masticación, un recuerdo.

—¿Y si no firmamos mañana? —preguntó István.

—¿Y si hacemos sarmá cada domingo, aunque nos odiemos entre semana?

—¿Y si empezamos por no odiarnos tanto?

No hubo brindis, ni anillos recuperados. Solo un poco más de chucrut en el plato. Pero no se firmó nada.

Hoy, Klara e István dan clases de cocina húngara para turistas. El taller se llama “Recetas que no se rinden.”

Y en la puerta de su cocina hay un cartel que dice:

“Si algo puede cocerse lento… quizás aún se puede salvar.”

A veces discuten, claro. Klara sigue dejando las cucharas dentro de las ollas calientes, y István insiste en cortar el pan con el cuchillo de carne. Pero hay algo distinto en el aire, como si la cocina hubiera aprendido a escucharlos mejor que ellos mismos.

Los domingos son sagrados. Sarmá, goulash, pogácsa. Turistas con delantales torpes intentan enrollar hojas de col mientras Klara les cuenta que, en Hungría, los platos se heredan como las historias. István, con manos de panadero, les enseña a amasar sin miedo, como si de eso dependiera la paz en Europa Central.

—¿Y ustedes siguen casados? —preguntan a veces.

Klara mira a István. A veces se ríen. A veces no responden.

Pero siempre, antes de servir el plato principal, él le pasa la sal sin que ella la pida.

Y ella, sin mirarlo, le ajusta el delantal.

Afuera, Budapest sigue siendo invierno. Nieve en los balcones, silencio en las cocinas de otras casas. Pero en la de Klara e István, el caldo hierve lento.

Y huele a algo que aún no se ha rendido.