La noche en que descubrí que mi jefa era la amante de mi esposo

Todavía recuerdo el momento exacto en que mis piernas dejaron de responderme.
El cuerpo me temblaba, el corazón me latía tan fuerte que casi me dolía.
Frente a mí, mi esposo —el hombre con el que había compartido nueve años de matrimonio, con quien tenía dos hijos— caminaba de la mano con otra mujer, rumbo a la entrada de un hotel en la colonia Roma.
Y no era una desconocida.
Era mi jefa.

Me llamo Lucía Hernández, tengo treinta y seis años, y nunca imaginé que algún día terminaría escribiendo mi historia en un foro de mujeres, buscando un poco de consuelo o tal vez un consejo.
Mi esposo, Ernesto, y yo venimos de un pequeño pueblo de Michoacán. Llegamos a la Ciudad de México con el mismo sueño de tantos: estudiar, trabajar y construir una vida mejor.

Durante el primer año de casados, vivimos en un cuartito rentado en Iztapalapa. El dinero apenas alcanzaba para los pañales y la leche del bebé. Hubo meses en los que tuve que pedir prestado para pagar la luz o el gas.
Él era técnico en mantenimiento; yo, auxiliar administrativa en una pequeña empresa de importaciones.
Aun así, no nos rendíamos. Cada noche, después de cenar, hacíamos cuentas y nos prometíamos que algún día tendríamos nuestro propio departamento.

Ernesto nunca fue un hombre ambicioso. Era sencillo, amable, querido por todos. Siempre tenía una sonrisa y un chiste a la mano.
Y aunque su sueldo no era alto, jamás dejó que a nuestros hijos les faltara nada.
Cuando él llegaba a casa, los niños corrían hacia la puerta gritando “¡Papá!”, y el departamento entero se llenaba de risas.
Yo los miraba jugar desde la cocina y pensaba: esto es la felicidad.

Con el tiempo, las cosas empezaron a mejorar. Conseguí un empleo mejor en una empresa de bienes raíces del centro, donde mi jefa, Carolina Duarte, una mujer elegante, fuerte y de carácter, me tomó aprecio desde el primer día.

Ella me enseñó mucho: cómo hablar con clientes difíciles, cómo negociar, cómo mantener la calma incluso cuando todo parece salir mal.
Y cuando se enteró de que Ernesto y yo buscábamos comprar un departamento, fue Carolina quien me ofreció el suyo, uno pequeño en la colonia Del Valle, a un precio que apenas podíamos pagar.
“Te lo dejo barato porque me caes bien, Lucía”, me dijo sonriendo. “Tú y tu familia merecen un lugar bonito.”

Agradecida, no podía dejar de pensar en lo afortunada que era. Por eso, en cada cumpleaños o Navidad, llevaba a Carolina mermeladas caseras, tamales de mi mamá o un detallito hecho por mis hijos.

El cambio fue enorme.
Por fin teníamos un hogar propio, y con el paso de los meses, nuestra situación económica también mejoró.
Ernesto empezó a ganar más. A veces me daba dinero extra para mis gastos o para comprarle algo bonito a los niños.
En los aniversarios, me regalaba flores, cenas, escapadas de fin de semana.
Yo creía que la vida, después de tanto esfuerzo, por fin nos sonreía.

Hasta aquella noche.

 

Había salido con mi hija a comprarle ropa para un festival de la escuela. En el camino, recordé que Ernesto me había pedido que le comprara unas camisas nuevas para su supuesto viaje de trabajo a Monterrey.
Mientras escogía las prendas, alcé la vista… y lo vi.

A solo unos metros, cruzando la avenida Insurgentes, estaba Ernesto.
No estaba solo.
Caminaba de la mano con una mujer alta, de cabello recogido y gafas oscuras.
Ella reía. Él también.
Subieron juntos a un Audi negro que los esperaba en la esquina.

No lo podía creer.
Mi primer impulso fue pensar que había alguna confusión, que tal vez no era él. Pero el corazón no se equivoca.
Tomé un taxi y los seguí.

El auto se detuvo frente al Hotel Casa Real, un lugar elegante, discreto, de esos donde nadie pregunta nada.
Vi cómo Ernesto bajaba primero, abría la puerta del copiloto y ayudaba a la mujer a salir.
Cuando ella se quitó las gafas y la gorra, el mundo se me vino abajo.

Era Carolina.

Mi jefa.
La mujer que me había ayudado, que me había vendido su departamento, la misma a la que yo le llevaba regalos hechos por mis hijos…
La amante de mi esposo.

Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies.
Quise correr hacia ellos, gritar, reclamar, pero algo dentro de mí me lo impidió.
Me quedé ahí, paralizada, observando cómo entraban juntos al hotel como si fueran una pareja de toda la vida.


Esa noche, el trayecto de regreso fue un infierno.
Las luces de la ciudad se mezclaban con mis lágrimas.
Recordé cada “viaje de trabajo”, cada vez que él llegaba tarde, cada llamada que contestaba en voz baja.
Y entendí todo.

Cuando llegué a casa, esperé a que los niños se durmieran. Le mandé un mensaje: una foto de la entrada del hotel y una sola palabra.
“Explícame.”

No respondió.

Pasadas las dos de la mañana, escuché la llave girar en la cerradura.
Ernesto entró despacio, sin mirarme.
Le pedí que hablara.
Y habló.

Me confesó todo.
Dijo que Carolina lo había ayudado cuando nuestra empresa atravesaba una mala racha, que ella le ofreció contactos, contratos, y que… “todo se complicó”.
Lloró. Dijo que no la amaba, que solo fue “una debilidad”. Que todo lo que hizo fue “por la familia”.

Por la familia.
Por mí.
Por los hijos.

Me reí. Una risa amarga, rota.
—¿Entonces los regalos, los paseos, las cenas que pagabas… venían de ella? —le pregunté.
Él bajó la cabeza. No respondió.

Desde esa noche, no he podido dormir bien.
Cada vez que cierro los ojos, veo su rostro, sus manos sosteniendo las de Carolina.
La misma mujer que me decía “tú eres como una hermana para mí”.

No sé qué me duele más: la traición de él, o la de ella.
Sigo yendo al trabajo, fingiendo normalidad, pero cada vez que la veo pasar frente a mi escritorio, siento un nudo en la garganta.
Ella actúa como si nada hubiera pasado.
Y yo… yo todavía no sé qué decisión tomar.

Mis amigas me dicen que lo deje, que ningún hombre merece tanto perdón.
Mis hijos, sin saber nada, siguen preguntando cuándo su papá los llevará al parque.
Y yo solo sonrío, aunque por dentro me esté desmoronando.


💬 Epílogo

A veces me pregunto en qué momento el amor se convierte en costumbre, y la costumbre, en traición.
No sé si algún día podré perdonarlo, o si tendré fuerzas para empezar de nuevo.
Pero lo único que tengo claro es que esa noche, frente al hotel, murió la mujer que confiaba ciegamente en su esposo y en su jefa.
Y nació otra, que aprendió a no depender de nadie para sostenerse de pie.