Fui a pedir trabajo con mi hijo en brazos. Me rechazaron por no tener ‘quién lo cuide’. A la semana…

Todavía recuerdo el peso de Matías en mi cadera izquierda cuando empujé la puerta de vidrio de aquella oficina. Tenía ocho meses y se aferraba a mi blusa con sus manitas gorditas. Yo llevaba mi mejor pantalón —el único sin manchas de comida— y había practicado frente al espejo cómo explicar mi experiencia sin que se me quebrara la voz.

La recepcionista me miró de arriba abajo.

—¿Trae al bebé a la entrevista?

—Sí, es que no tengo con quién dejarlo hoy. Pero no se preocupe, es muy tranquilo.

Mentira. Matías era un terremoto, pero ese día, milagrosamente, se quedó quieto, mordiendo su juguete de plástico.

Me hicieron pasar. El gerente, un hombre de traje gris y corbata perfecta, ni siquiera me dio la mano. Se sentó detrás de su escritorio inmenso y suspiró.

—Mire, señora… —comenzó, y ya con ese “señora” supe que todo estaba perdido—. Su currículum está bien, pero… ¿quién va a cuidar al niño si lo contratamos? ¿Qué pasa si se enferma? ¿Si tiene que faltar? Necesitamos gente comprometida.

Sentí que la sangre me subía a la cara.

—Soy comprometida. Trabajé cinco años en ventas, siempre cumplí mis metas, nunca…

—Con todo respeto —me interrumpió—, una madre con un bebé tiene otras prioridades. No podemos arriesgarnos.

Matías eligió ese momento para soltar un gritito de alegría. El gerente frunció el ceño.

—Gracias por venir.

Salí de ahí con las mejillas ardiendo y los ojos llenos de lágrimas que no me permití derramar hasta llegar al parque. Me senté en una banca mientras Matías jugaba con mis llaves.

“No podemos arriesgarnos”, repetía su voz en mi cabeza.

Esa noche, después de acostar a Matías, me quedé despierta en la mesa de la cocina. Frente a mí, una libreta en blanco y una taza de café frío. Llevaba meses buscando trabajo, enviando currículums, aguantando rechazos. Pero este había sido diferente. Este había sido personal.

Pensé en todas las veces que había vendido productos ajenos, que había cumplido metas para otros, que había hecho crecer negocios que no eran míos.

“¿Y si el negocio fuera mío?”, susurré en la cocina vacía.

Durante años había hecho repostería para cumpleaños familiares. Mi tarta de zanahoria era legendaria entre mis amigas. Mi madre siempre decía: “Con esas manos, podrías vender hasta piedras”.

Abrí mi laptop y empecé a escribir. Nombre del negocio. Productos. Precios. A las tres de la madrugada tenía un plan básico y una página de Facebook con tres fotos de mis mejores postres.

—Dulce Victoria —murmuré, mirando el nombre en la pantalla. Victoria por mi abuela. Victoria porque eso sería esto: mi victoria.

Al día siguiente llamé a mi hermana.

—¿Te volviste loca? —me dijo—. ¿Con qué capital? ¿Dónde vas a cocinar?

—En mi cocina. Voy a empezar con lo que tengo. Ya tengo la batidora, los moldes, el horno. Solo necesito ingredientes.

—¿Y el dinero?

—Tengo algo ahorrado. No mucho, pero suficiente para empezar.

Hubo un silencio al otro lado de la línea.

—Cuenta conmigo —dijo finalmente—. Yo te ayudo con Matías cuando necesites.

La primera semana vendí dos tortas. La segunda, cinco. La tercera, alguien compartió una foto de mi tarta de tres leches y el teléfono empezó a sonar sin parar.

Trabajaba cuando Matías dormía la siesta. Horneaba de madrugada. Decoraba mientras él jugaba en su corralito. Era agotador, pero era mío. Cada peso que ganaba lo ganaba yo, sin gerentes que me dijeran que no era suficiente, sin horarios que no me permitieran ser madre.

Un mes después, estaba empacando un pedido cuando sonó el timbre. Era una clienta nueva que venía a recoger su torta.

—¡Está hermosa! —exclamó al verla—. ¿Trabajas sola?

—Sí, solo yo.

—¿Y el bebé? —preguntó, señalando a Matías que jugaba en su mantita.

Me tensé, preparándome para el comentario de siempre. Pero ella sonrió.

—Qué valiente. Yo no podría. Admiro a las mujeres como tú.

Cuando cerré la puerta, me quedé ahí parada, abrazando a mi hijo.

Seis meses después abrí mi primer local. Pequeño, apenas un mostrador y tres mesas, pero mío. El día de la inauguración colgué un letrero pintado a mano: “Dulce Victoria – Repostería con amor”.

Mi hermana llegó temprano con un ramo de flores.

—¿Te acordás de cuando te dijeron que no eras confiable? —me preguntó.

—Todos los días —respondí.

—Mirá lo que hiciste con ese rechazo.

Esa tarde, mientras atendía a mi décimo cliente, entró un hombre de traje. Me tomó un segundo reconocerlo: era el gerente que me había rechazado. Escrito por Gisel Dominguez.

—Buenas tardes —dije, profesional—. ¿Qué se le ofrece?

Él me miró sin reconocerme.

—Me recomendaron sus alfajores. Necesito cinco docenas para una reunión de empresa.

—Perfecto. ¿Para cuándo los necesita?

—Para el viernes.

Anoté el pedido mientras Matías, ahora con un año y medio, arrastraba un carrito de juguete por el local.

—¿Es su hijo? —preguntó el hombre.

—Sí, es mío.

—Qué lindo. Y qué admirable sacar adelante un negocio siendo madre. No cualquiera puede.

Lo miré a los ojos. Él seguía sin reconocerme.

—Tiene razón —dije, sonriendo—. No cualquiera puede. Pero las madres sabemos de compromiso más que nadie.

Cuando salió, mi hermana, que había escuchado todo, se echó a reír.

—No le dijiste quién eras.

—No necesitaba decírselo. Mi negocio habla por mí.

Hoy, tres años después, “Dulce Victoria” tiene dos locales y un equipo de cinco personas. Matías viene conmigo a la repostería después del jardín y les roba galletitas a las empleadas. Mi cuenta de Instagram tiene treinta mil seguidores.

Y cuando alguna clienta me cuenta que está buscando trabajo y le cierran puertas por ser madre, siempre le digo lo mismo:

—A veces el rechazo más doloroso es el que te empuja hacia tu propio camino. No dejes que nadie te diga de lo que eres capaz. Ni siquiera tú misma.

Porque la verdad es esta: no abrí mi negocio a pesar de ser madre. Lo abrí porque soy madre. Porque ser madre me enseñó a crear, a nutrir, a no rendirme cuando todo parece imposible.

Y esa fuerza, esa que llevan todas las mujeres que sostienen a sus hijos con un brazo mientras construyen sueños con el otro, esa fuerza no la detiene ninguna puerta cerrada.