Fui madre de mi hermano desde los 12 años.
Tenía doce años cuando el mundo se detuvo. Recuerdo el olor a hospital, las luces fluorescentes que parpadeaban en el pasillo, y la mano de mi abuela temblando sobre mi hombro. “Se fueron los dos”, susurró. “El accidente fue muy fuerte.”
Papá y mamá. De regreso de su aniversario. Una curva en la carretera. Eso fue todo.
En el funeral, sostuve a Mateo en mi regazo. Apenas tenía dos años. Lloraba llamando a mamá, y yo no sabía qué decirle. Solo lo mecía, con el vestido negro que me quedaba grande y los zapatos que me lastimaban los pies.
La abuela hizo lo que pudo, pero estaba enferma. Vivíamos las tres generaciones en la misma casa: ella en su cuarto con sus pastillas y su cansancio, Mateo en la cuna que pasamos a mi habitación, y yo en medio, tratando de sostener los pedazos.
—Ana, necesito que lo bañes —me decía la abuela desde su silla—. Yo no puedo agacharme así.
—Ana, prepárale la cena.
—Ana, cámbiale el pañal.
Ana, Ana, Ana.
Dejé de ser niña sin darme cuenta. Mis amigas hablaban de chicos y fiestas, y yo aprendía a cocinar arroz sin que se pegara. Ellas compraban maquillaje con su domingo, y yo calculaba cuántos pañales podía comprar con lo que quedaba de la pensión.
Mateo creció llamándome “Nana”. Nunca “Ana”, sino “Nana”. Supongo que era lo más cerca que podía estar de “mamá” sin que yo me derrumbara cada vez que lo escuchaba.
—Nana, tengo hambre.
—Nana, léeme un cuento.
—Nana, ¿por qué los otros niños tienen mamá y yo no?
Esa pregunta me partió el alma. Tenía siete años cuando la hizo, sentado en la cama con su dinosaurio de peluche entre los brazos.
Me senté a su lado y lo abracé. —Tú sí tienes quien te cuide, Mateo. Siempre me vas a tener a mí.
—¿Pero tú eres mi hermana o mi mamá?
—Soy las dos cosas —le dije, besando su cabeza—. Soy tu hermana que te quiere como mamá.
La abuela murió cuando yo tenía dieciséis. Mateo tenía seis. De repente, éramos solo nosotros dos. Conseguí trabajo en una tienda después de clases. Mateo aprendió a hacer su tarea solo mientras yo trabajaba. Aprendimos a ser un equipo.
Hubo noches en que lloré en silencio, cuando él dormía, pensando que no era suficiente. Que le estaba fallando. Que merecía más que una hermana jugando a ser adulta.
Pero seguí. Qué otra cosa podía hacer.
Lo vi crecer. Su primer día de escuela, con la mochila más grande que él. Su primera obra de teatro, donde olvidó sus líneas y yo aplaudí más fuerte que nadie. Sus rodillas raspadas, sus pesadillas, sus risas. Todo.
Sacrifiqué cosas. No fui a la universidad cuando mis compañeros se fueron. Me quedé, trabajando tiempo completo, asegurándome de que él tuviera todo lo que necesitaba. Libros, ropa, excursiones escolares. Una vida normal, o lo más parecido que pude darle.
Y hoy, hoy está ahí parado en el escenario con su toga y su birrete, recibiendo su diploma de preparatoria. Dieciocho años. Un hombre joven con toda la vida por delante.
Aplaudo hasta que me duelen las manos. Las lágrimas corren por mi cara sin que pueda detenerlas. Treinta años tengo ahora, y siento como si hubiera vivido tres vidas.
Después de la ceremonia, corre hacia mí. Alto, tanto que tengo que mirar hacia arriba ahora.
—¡Lo logramos, Nana! —grita, levantándome en un abrazo que me quita el aire.
—Lo lograste tú —le digo, riendo y llorando al mismo tiempo—. Estoy tan orgullosa.
Nos sentamos en una banca del jardín de la escuela. Me toma de la mano, esa mano que lo alimentó, lo vistió, le curó las heridas.
—Nana, necesito decirte algo —su voz suena seria, más madura de lo que esperaba—. He estado pensando mucho en esto. Escrito por Gisel Dominguez.
—¿Qué pasa? —pregunto, alarmada.
—Sé que técnicamente eres mi hermana —dice, mirándome directo a los ojos—. Sé que eso es lo que dice el acta de nacimiento. Pero tú… —su voz se quiebra un poco—. Tú fuiste mi mamá. Eres mi mamá. Fuiste tú quien me crió, quien sacrificó su vida por mí. Quien estuvo en cada momento.
Las lágrimas brotan de nuevo, imparables.
—Mateo…
—No, déjame terminar —insiste, apretando mi mano—. Voy a la universidad el próximo año. Conseguí la beca, ¿recuerdas? Y sé que siempre quisiste estudiar, que dejaste todo por mí. Ahora es tu turno, Nana. Voy a trabajar, voy a ayudar. Te toca a ti cumplir tus sueños.
—Tú eres mi sueño —le digo, abrazándolo—. Ver que estés bien, que seas feliz. Eso siempre fue suficiente.
—Yo también quiero verte feliz a ti —responde—. Me diste una infancia cuando perdiste la tuya. Ahora quiero devolverte algo de eso.
Nos quedamos así, abrazados en esa banca, mientras el sol se pone sobre el jardín de la escuela. Dos huérfanos que se salvaron el uno al otro. Una niña que se hizo mujer demasiado pronto, y un niño que creció sabiendo lo que es el amor verdadero.
—Mamá —dice de repente, la primera vez que usa esa palabra—. Gracias por todo.
Y en ese momento, supe que cada noche sin dormir, cada sacrificio, cada lágrima derramada, había valido la pena.
Porque él estaba bien. Y porque, a pesar de todo, habíamos sido suficiente el uno para el otro.
Siempre lo fuimos..