“Cuando la dignidad encendió la última vela”

Clara González siempre fue una mujer fuerte. De esas que no esperan milagros, sino que los construyen con sus propias manos. Se levantaba antes del amanecer, preparaba el desayuno, dejaba todo en orden y salía corriendo al trabajo.

Trabajaba en una fábrica de confección, donde pasaba más de ocho horas frente a una máquina de coser. Sus manos estaban siempre marcadas por las agujas, pero eso no la detenía. Todo lo hacía por su familia, por su hogar… y por Ernesto, su marido.

Pero Ernesto no era el tipo de hombre que uno soñaría tener al lado. Al principio, parecía amable y trabajador, pero con los años se transformó. Dejó de buscar empleo, pasaba el día mirando televisión, criticando a todos y burlándose de los esfuerzos de su esposa.

—¿Otra vez vas a trabajar hasta tarde, Clara? —le decía con tono burlón—. No te van a hacer jefa por romperte la espalda.

Clara solía callar. Sabía que discutir con él no servía de nada. Pero cada palabra, cada gesto de desprecio, iba acumulando un cansancio invisible, mucho más pesado que cualquier jornada laboral.

El día que todo cambió

Era un viernes. Clara salió del trabajo antes de lo habitual. Había cobrado su sueldo y quería dar una sorpresa: cocinar algo rico, encender velas, poner música. Llevaba años soñando con recuperar esa chispa que alguna vez los había unido.

Pero al abrir la puerta, lo primero que notó fue el silencio. Luego, risas. Risas apagadas, pero inconfundibles.

Avanzó por el pasillo con el corazón latiendo como un tambor. La puerta del dormitorio estaba entreabierta. Y entonces lo vio.

Ernesto, su marido, estaba en la cama, abrazado a otra mujer. Ambos se reían, completamente ajenos al mundo.

Por un segundo, Clara se quedó paralizada. No podía creer lo que veía. Pero cuando Ernesto la notó, en lugar de sentir vergüenza… se rió en su cara.

—Ah, mirá quién llegó… la obrera del año —dijo con tono burlón, acomodándose la camisa—. Pensé que todavía estabas cosiendo por cuatro monedas.

La otra mujer, nerviosa, intentó cubrirse. Pero Ernesto, con ese cinismo que siempre lo había caracterizado, siguió hablando:

—No te pongas así, Clara. Si me dieras un poco de atención, tal vez no tendría que buscarla afuera.

Esa frase fue la chispa que encendió el fuego…

Clara no gritó. No lloró. No rompió nada.
Solo lo miró —con una calma que a Ernesto le resultó más aterradora que cualquier rabia— y cerró la puerta sin decir una palabra.

Esa noche durmió en el sillón, sin apagar la luz.
El sonido de la risa de esa mujer seguía rebotando en su cabeza, mezclado con las palabras crueles de su esposo. Pero entre toda esa confusión, algo en ella empezó a cambiar.
No era dolor. Era una decisión.

El comienzo del cambio

A la mañana siguiente, Clara se levantó como siempre: temprano. Preparó café, se vistió, y fue a trabajar.
Solo que, esta vez, al salir, dejó sobre la mesa una nota breve, escrita con su letra firme:

“Cuando vuelvas, ya no estaré.”

Durante las semanas siguientes, Clara se mudó a un pequeño cuarto que alquiló cerca de la fábrica. No era mucho —un colchón, una mesa y una hornilla—, pero era suyo.
Por primera vez en muchos años, sentía que respiraba.

En el trabajo, su esfuerzo no pasó desapercibido. Su jefa, una mujer llamada Teresa, le ofreció un nuevo puesto en el área de control de calidad, con mejor salario. Clara aceptó sin dudar.
Empezó a ahorrar, a estudiar en las noches, y poco a poco, esa mujer agotada y silenciosa fue quedando atrás.

El regreso del pasado

Un año después, una tarde lluviosa, Ernesto apareció en la puerta de la fábrica.
Lucía envejecido, con los ojos hundidos y la ropa descuidada.
—Clara —dijo, apenas viéndola—. Necesito hablar con vos.

Ella lo miró, sin rencor, pero también sin compasión.
—No hay nada de qué hablar, Ernesto.

—Me equivoqué —balbuceó él—. Aquella mujer me dejó… me quedé sin trabajo. No tengo a dónde ir.

Clara lo observó un momento. Recordó cada noche en que llegó cansada del trabajo solo para escuchar sus burlas. Cada lágrima escondida, cada palabra que él usó para aplastarla.

—Yo también me equivoqué —dijo con voz serena—. Por muchos años creí que necesitaba a alguien como tú para estar completa. Pero ya aprendí que no.

Dio un paso atrás, cerró la puerta de la fábrica y regresó a su puesto, sin mirar atrás.

Años después

Clara González se convirtió en supervisora general de la planta. Las nuevas empleadas la admiraban: una mujer que había empezado en la máquina de coser y había llegado a la oficina, sin deberle nada a nadie.

En una charla con sus compañeras, alguien le preguntó si alguna vez había perdonado a su exmarido.
Ella sonrió, mirando por la ventana.
—Sí —respondió—. Lo perdoné el día que dejé de pensar en él.

Y esa noche, al llegar a su pequeño pero luminoso departamento, encendió una vela sobre la mesa y se sirvió una taza de té caliente.
Esta vez, el té no se enfrió.