El bebé que nadie quiso salvar… ahora me llama mamá

Recuerdo exactamente el momento en que lo vi por primera vez. Era mi tercer turno doble esa semana en el Hospital General, y mis pies ardían dentro de los zapatos blancos. Había terminado de cambiar las sábanas de la habitación 304 cuando escuché el llanto. No era un llanto común, era ese tipo de llanto que te atraviesa el pecho y se queda ahí.

Lo encontré en la sala de neonatología, envuelto en una manta azul desgastada. Tenía apenas tres meses, los ojos hinchados de tanto llorar y la piel con ese tono grisáceo que te dice que algo anda muy mal.

—¿Qué tiene? —le pregunté a la doctora Ramírez, quien revisaba su expediente con el ceño fruncido.

—Cardiopatía congénita severa —respondió sin levantar la vista—. Necesita cirugía urgente o no llegará al mes.

—¿Y los padres?

Ella cerró la carpeta con un golpe seco.

—Lo dejaron hace dos semanas. Dijeron que no podían pagar la operación. Tampoco hemos encontrado familiares dispuestos a hacerse cargo.

Me acerqué a la incubadora y metí mi dedo entre las barras. El bebé, con un esfuerzo que parecía agotarlo, envolvió sus deditos alrededor del mío. Tan pequeño, tan frágil, tan solo.

Durante los siguientes días, cada vez que pasaba por neonatología, me quedaba unos minutos extra con él. Le cantaba bajito, le contaba cosas tontas sobre mi día. Los otros enfermeros empezaron a llamarlo “el bebé de Ana”.

Una tarde, la directora del hospital convocó una reunión. Estábamos sentados alrededor de la mesa cuando soltó la bomba:

—El niño de neonatología, el abandonado… Hemos agotado todas las opciones. El Seguro Social no cubre este tipo de cirugías para menores sin tutores legales. Las fundaciones que contactamos están sin fondos. La operación cuesta 85,000 pesos y sin ella, el pronóstico es… —hizo una pausa—. Le quedan quizás dos semanas.

El silencio en esa sala era ensordecedor. Miré alrededor. Todos evitaban hacer contacto visual.

—¿Y si hacemos una colecta? —propuso el doctor Mendoza.

—Ya lo intentamos —respondió la directora—. Juntamos apenas 12,000. No es suficiente ni para comenzar.

Sentí algo rompiéndose dentro de mí. Esa noche no pude dormir. Pensaba en sus ojitos, en cómo se aferraba a mi dedo, en ese llanto que ya se había vuelto más débil. Pensaba en los 95,000 pesos que tenía ahorrados. Tres años guardando cada peso extra, mi sueño de por fin tener mi propio departamento, de salir del cuarto que rentaba.

A las cinco de la mañana, ya había tomado la decisión.

Entré a la oficina de la directora antes de mi turno.

—Yo pagaré la cirugía —dije, con la voz más firme de lo que me sentía.

Ella me miró como si hubiera perdido la cabeza.

—Ana, ¿estás segura? Es mucho dinero. Tú apenas…

—Estoy segura.

No fue fácil. Tuve que firmar mil papeles, hacer transferencias, vaciar mi cuenta de ahorros hasta dejarla en ceros. Mi hermana me llamó llorando cuando se enteró.

—¡Estás loca! ¿Todo tu dinero por un niño que ni siquiera es tuyo? Escrito por Gisel Dominguez.

Pero cuando vi a ese bebé en la camilla rumbo al quirófano, sosteniendo su manita hasta que las puertas se cerraron, supe que había hecho lo correcto.

Las siete horas de cirugía fueron las más largas de mi vida. Caminé por los pasillos del hospital como sonámbula, rezando a todos los santos que conocía y a algunos que no.

Cuando el cirujano salió, tenía una sonrisa cansada.

—Salió bien. Es un guerrero.

Lloré ahí mismo, en medio del pasillo, sin importarme quién me viera.

La recuperación fue lenta pero constante. Cada día el bebé se veía mejor, con más color en las mejillas, con más fuerza. Yo pasaba todo mi tiempo libre con él. Los doctores me dejaban cargarlo, alimentarlo, cuidarlo.

Tres meses después, inicié los trámites de adopción. No fue rápido ni sencillo, pero finalmente, un jueves lluvioso de noviembre, una trabajadora social entró a la habitación del hospital con una sonrisa.

—Felicidades, Ana. Es oficial. Es tu hijo.

Hoy, cinco años después, veo a Mateo correr por el parque con su cometa roja, gritando de emoción cada vez que se eleva más alto. Su corazón late fuerte y sano. Esa cicatriz en su pecho es apenas una línea delgada ahora.

—¡Mami, mira! ¡Mira qué alto va! —grita, volteando hacia mí con esos ojos que ya no están hinchados de llorar, sino brillantes de felicidad.

—¡Lo veo, mi amor! ¡Muy alto! —le respondo, con el corazón tan lleno que siento que podría explotar.

Sigo viviendo en un cuarto rentado. Sigo tomando turnos dobles. No tengo departamento propio ni probablemente lo tendré pronto. Pero cada noche, cuando Mateo se acurruca contra mí y susurra “te quiero, mami” antes de quedarse dormido, sé que gasté esos 95,000 pesos en la mejor inversión de mi vida.

Porque algunos ahorros te compran un techo. Pero estos ahorros me dieron un hogar.