MILLONARIO CAMBIA LA VIDA DE UNA PEQUEÑA MENDIGA CON SUS HERMANOS EN LA CALLE PASANDO HAMBRE Y FRÍO

Una pequeña mendiga cuida de sus hermanos más pequeños en la calle pasando hambre y frío. Cuando un millonario cruzó su camino, la vida ya no fue la misma y todo se transformó. La lluvia caía implacable sobre Ciudad Esperanza. Aquella noche de octubre, Mateo Suárez observaba las gotas golpear contra el ventanal de su lujosa residencia en Los Altos, el barrio más exclusivo de la ciudad.

A sus 32 años había conseguido todo lo que la sociedad consideraba éxito. Era director general de Meditec, una de las farmacéuticas más importantes de Argentina. Poseía una mansión envidiable, tres automóviles de lujo y una cuenta bancaria que crecía más rápido de lo que podía gastar. Sin embargo, mientras contemplaba la tormenta con una copa de Malbec en la mano, Mateo sentía un vacío inexplicable.

Su matrimonio con Valeria había terminado hace dos años sin hijos y con la fría eficiencia con la que manejaba sus negocios. Sus padres habían fallecido y su hermano vivía en Europa. Las relaciones que mantenía eran superficiales basadas en intereses profesionales o encuentros ocasionales sin compromiso. El sonido del timbre lo sacó de sus pensamientos.

Eran casi las 11 de la noche y no esperaba visitas. Probablemente sería Ramón, el guardia de seguridad del condominio, con algún mensaje dejó la copa sobre la mesa de centro y se dirigió a la puerta. Al abrirla, no encontró a Ramón, sino a una niña empapada de unos 10 años, con el cabello negro pegado a la cara por la lluvia y unos ojos oscuros que lo miraban con una mezcla de desesperación y determinación. “Disculpe, señor”, dijo la pequeña temblando visiblemente.

 

“¿Podría prestarme unas mantas? Mi hermanita está muy enferma y tenemos mucho frío. Mateo se quedó inmóvil, desconcertado por la presencia de esta niña sola en medio de la tormenta. ¿Dónde están tus padres? Preguntó frunciendo el seño. Mi mamá está en el hospital, señor. Hace tres semanas nos quedamos sin dinero y nos cortaron la luz, respondió la niña, manteniendo una dignidad sorprendente a pesar de su situación. Y no hay ningún adulto cuidándolos.

Mateo no podía creer lo que escuchaba. La pequeña negó con la cabeza. Solo estamos mi hermano Joaquín, mi hermanita Lucía y yo. Me llamo Camila añadió como si sentir que debía presentarse formalmente. Algo en la compostura de la niña, en su valentía para salir en medio de una tormenta buscando ayuda, tocó algo profundo en Mateo.

¿Dónde viven? En Villa Esperanza, señor, “Al otro lado del puente”, respondió Camila, refiriéndose al asentamiento informal que contrastaba dramáticamente con el lujo de los altos. Mateo dudó solo un instante. “Espera aquí”, dijo. Y fue rápidamente a buscar su abrigo y las llaves de su camioneta. Regresó con varias mantas y una chaqueta seca para la niña. “Te llevaré a casa.

Quiero ver cómo está tu hermana.” El rostro de Camila se iluminó con alivio, aunque Mateo notó que mantenía cierta cautela. Gracias, Señor. Toqué muchas puertas, pero nadie quiso ayudarme. Durante el trayecto, Mateo observaba a la niña por el espejo retrovisor.

Camila miraba por la ventana con una expresión demasiado seria para su edad, como si cargara responsabilidades que ningún niño debería soportar. ¿Cuántos años tienes, Camila? 10 años, señor. Joaquín tiene seis y Lucía tres. ¿Y tu mamá qué le pasó? Neumonía, dijeron los médicos. Trabajaba limpiando casas y oficinas, a veces hasta muy tarde. Un día llegó con mucha fiebre y tos.

Al principio siguió trabajando, pero después ya no pudo levantarse. La voz de Camila era monótona, como si relatara una historia que había contado muchas veces. Mateo sintió una punzada de culpa. En su empresa, las mujeres de limpieza eran contratadas a través de una empresa tercerizada. Nunca se había preguntado sobre sus condiciones laborales o sus vidas.

Cuando llegaron a Villa Esperanza, la lluvia había disminuido un poco, pero las calles, sin pavimentar, se habían convertido en ríos de lodo. Camila lo guió hasta una pequeña construcción precaria de chapa y madera. Al entrar, Mateo tuvo que agacharse para no golpearse con el techo bajo. El interior estaba iluminado apenas por una vela casi consumida.

En un colchón en el suelo, una niña pequeña yacía envuelta en trapos viejos. Su respiración era rápida y dificultosa y su frente brillaba de sudor a pesar del frío. A su lado, un niño de unos 6 años la observaba con preocupación. Joaquín, este señor nos va a ayudar”, anunció Camila acercándose a sus hermanos. Mateo se arrodilló junto a la pequeña Lucía y tocó su frente. Estaba ardiendo en fiebre.

“¿Cuánto tiempo lleva así?”, preguntó alarmado. “Tres días”, respondió Camila. Le di el último paracetamol ayer, pero la fiebre volvió. Mateo no necesitó pensar mucho. “Vamos a llevarla al hospital ahora mismo.” “¿Al hospital público?”, preguntó Camila con preocupación. Ahí nos dijeron que esperáramos que no era urgente. No, respondió Mateo con firmeza.

A la clínica San Martín. Los ojos de Camila se abrieron con sorpresa. La clínica San Martín era el hospital privado más prestigioso de la ciudad, donde solo atendían a personas con seguros premium o con suficiente dinero para pagar los costosos tratamientos.