El mecánico me arregló el auto sin cobrarme, pero a cambio me dijo…
El auto empezó a hacer ese ruido a tres cuadras de casa. Un golpeteo metálico que me heló la sangre. Me detuve en el arcén con las manos temblando sobre el volante. Miré por el espejo retrovisor: mi bebé dormía en su sillita, ajena a todo. En el asiento del acopañante, mamá miraba por la ventana con esa expresión perdida que cada día se volvía más frecuente.
—¿Qué pasó, mi amor? —preguntó mamá, confundida.
—Nada, ma. Todo está bien —mentí, mientras el pánico me apretaba el pecho.
No tenía dinero para un mecánico. Apenas me alcanzaba para los pañales de Lucía y los medicamentos de mamá. Hacía dos meses que mi ex esposo se había ido. Dos meses desde que me dijo, con la valija en la mano: “No puedo con esto. Tu madre es una carga. La bebé es una carga. Esto no es vida”.
Arranqué despacio, rogando que el auto llegara a algún lado. El taller de Don Raúl quedaba a cinco cuadras. Lo había visto mil veces de camino al supermercado, pero nunca había entrado.
La campanita sobre la puerta sonó cuando empujé. Don Raúl levantó la vista desde debajo de un capó. Era un hombre de unos sesenta años, con el overol manchado de grasa y una sonrisa amable.
—Buenas tardes. ¿En qué la puedo ayudar?
—Mi auto hace un ruido extraño —dije, tratando de que no se me quebrara la voz—. No sé qué tiene.
—Déjeme escucharlo.
Salió conmigo al estacionamiento. Arranqué el motor y el golpeteo comenzó de inmediato. Don Raúl ladeó la cabeza, escuchando con atención profesional.
—Es la polea del alternador —dictaminó—. Está desgastada. Si se rompe, se le va a quedar en medio de la ruta.
Se me hizo un nudo en la garganta.
—¿Cuánto… cuánto costaría arreglarlo?
Antes de que pudiera responder, Lucía empezó a llorar. Me apresuré a sacarla de la sillita. Mamá bajó también, desorientada.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En el mecánico, ma. Esperá acá sentadita —la guié hasta una silla vieja junto a la entrada del taller.
Don Raúl nos miraba en silencio. No era una mirada de lástima. Era algo diferente. Algo como reconocimiento.
—Déjeme ver qué puedo hacer —dijo finalmente—. Pase, siéntese. Debe estar cansada.
Trabajó en el auto durante una hora. Yo intentaba calmar a Lucía, que tenía hambre. Mamá preguntaba cada diez minutos dónde estábamos y yo le respondía con paciencia, una y otra vez. Don Raúl no dijo nada, pero de vez en cuando me miraba desde el taller.
Cuando terminó, se limpió las manos con un trapo.
—Listo. Ya está.
—¿Cuánto le debo? —pregunté, sabiendo que no tenía cómo pagarle, pensando que tal vez podría darle algo ahora y el resto en cuotas. Escrito por Gisel Dominguez.
Don Raúl negó con la cabeza.
—Nada.
—¿Cómo que nada? No puedo aceptar…
—Tengo una hija de su edad —me interrumpió con suavidad—. Sé lo que es no llegar a fin de mes.
Se me llenaron los ojos de lágrimas.
—No puedo… es demasiado…
—Puede y va a aceptar —dijo con firmeza, pero sin dejar de ser amable—. Y cuando esté mejor, cuando pueda, haga lo mismo por otra persona. Así funciona.
Me quebré. Ahí, en medio de ese taller que olía a aceite y metal, con mi bebé en brazos y mi mamá preguntándome otra vez dónde estábamos, lloré. Lloré por el cansancio, por el miedo, por la soledad. Pero también lloré de alivio y de gratitud.
—Gracias —fue lo único que pude decir.
Don Raúl sonrió.
—Vaya tranquila. Y tenga cuidado en la ruta.
Cuando arranqué el auto, el motor ronroneó suave, sin ningún ruido extraño. Por el espejo vi a Don Raúl despidiéndose con la mano. No sé si alguna vez podré pagarle lo que hizo por mí ese día. No me refiero al arreglo del auto. Me refiero a devolverme un poco de fe en la humanidad, justo cuando más lo necesitaba.
Mamá miró por la ventana.
—Qué hombre más amable —dijo de pronto, con una lucidez que últimamente era cada vez más rara.
—Sí, ma —respondí, secándome las lágrimas—. El más amable del mundo.
Lucía se había dormido otra vez. Manejé de vuelta a casa despacio, con el corazón un poco menos pesado. Don Raúl tenía razón. Algún día, cuando pudiera, yo también ayudaría a alguien. Sin esperar nada a cambio. Porque así funciona. Porque eso es lo que nos hace humanos.