Nunca pensé que aprendería a peinar el cabello de una niña.
Pero cada mañana, desde que mi hija supo caminar, me siento en la vieja silla de madera del porche y, con mis manos torpes y ásperas, intento trenzarle el cabello. La luz del amanecer atraviesa los sauces y se refleja en su melena castaña, suave como hilo de seda. Las trenzas siempre salen torcidas, desiguales, pero ella nunca se queja. Solo me mira, sonríe, con esos ojos que son exactamente los de su madre.
Alma murió al final de la temporada de lluvias.
Ese año llovió más de lo normal, como si el cielo tampoco quisiera dejarla partir.
Cuando el médico nos dijo que tenía cáncer, Alma ya llevaba tres meses de embarazo. Recuerdo perfectamente aquella tarde en el hospital. La luz amarilla entraba oblicua por la cortina. Ella estaba sentada en la cama, acariciándose el vientre, con la mirada perdida en algún lugar muy lejos.
—No voy a hacer quimioterapia —dijo con voz suave, casi como un susurro.
Me levanté bruscamente de la silla, sin poder controlar el tono de mi voz:
—¡Alma, vas a morir! ¡Lo sabes, ¿no?!
Ella se volvió hacia mí. No estaba molesta. No tenía miedo. Me miró con una serenidad que aún me persigue: la mirada de quien ya ha tomado una decisión.
—Si tengo que elegir entre vivir y darle la vida a nuestro hijo… elijo a nuestro hijo.
Odié esa decisión.
Discutimos durante semanas. Cada palabra era un cuchillo. Empecé a irme temprano al trabajo, volvía tarde, me escondía en la rutina para no sentir la impotencia que crecía dentro de mí.
Pero Alma… Alma no cambió.
Seguía cuidando las flores del jardín, cocinando su sopa de frijoles verdes, leyendo poesía en voz baja antes de dormir. Vivía cada día como si fuera un regalo. Uno que no pensaba desperdiciar.
Una noche la encontré escribiendo en su cuaderno marrón, ese que llevaba años usando, con las esquinas ya dobladas.
—¿Qué escribes? —le pregunté, con voz ronca.
Ella no respondió. Solo me sonrió, arrancó una hoja y me la tendió:
—Por si algún día se te olvida cómo le gustaba que le hicieran las trenzas.
Nuestra hija nació un día de lluvia ligera.
Alma pudo verla solo una vez. La llamó Luz, porque, dijo, “es la última luz que me llevo”.
Murió al día siguiente, por la tarde, justo cuando la lluvia se detuvo. Me quedé de pie frente a la ventana del hospital, viendo las gotas deslizarse por el cristal, como si ella se hubiera disuelto en el aire.
Hay algo que nunca le he contado a nadie.
Antes de morir, Alma despertó unos minutos.
Me tomó de la mano. Tenía los ojos húmedos, pero su voz era firme:
—Si algún día Luz pregunta por qué no me quedé, no le digas que la amaba más que a ti.
Dile que confiaba en ti. Que sabía que tú le darías todo lo que yo no podría.
Asentí.
No dije nada.
No podía decir nada.
Ahora, cada mañana, le hago las trenzas a Luz.
Leo las páginas que Alma dejó en su cuaderno: sus recetas favoritas, cómo tratar un resfriado con hojas de limón, canciones de cuna que yo nunca había oído, historias de su infancia que nunca me contó.
Luz tiene cinco años. Le gusta dibujar la lluvia.
En sus dibujos, la lluvia nunca es gris. Es verde, azul, turquesa, cayendo sobre tejados rojos y flores moradas.
Una vez le pregunté:
—¿Por qué te gusta tanto la lluvia?
Ella me miró, ladeando la cabeza, y respondió con una naturalidad que me rompió el alma:
—Porque mamá está en la lluvia. Cada vez que llueve, viene a visitarnos.
Hoy por la tarde, mientras doblaba su ropa, encontré un cabello largo sobre su camiseta.
Castaño.
No era mío. Tampoco de Luz.
Salí al porche. Me senté en la vieja silla de siempre.
El cielo estaba gris, anunciando una tormenta.
Las montañas lejanas parecían esconder un secreto.
Miré hacia lo alto y susurré:
—Alma, ¿ves? Estoy aprendiendo a hacer la trenza francesa.
Una brisa leve me acarició la cara.
Los sauces se movieron, lentos.
Silencio.
Pero no soledad.
No todos pueden elegir cómo morir.
Pero hay quienes, cuando deben hacerlo, dejan otra vida en su lugar para seguir viviendo por ellos.
El amor más grande no siempre es quedarse. A veces es partir… con la certeza de que alguien más seguirá amando en tu nombre.