“Me convertí en indigente para salvar a mi hija… y casi me la quitan”
Me ajusté el suéter raído mientras veía a Sofía arrodillada en la acera, sus manitas ordenando las pulseras de colores sobre un pedazo de cartón. Tenía apenas seis años, pero ya sabía colocarlas para que brillaran con el sol de la tarde.
—Mami, ¿crees que hoy vendamos muchas? —me preguntó con esos ojos enormes que me partían el alma cada vez que me miraban.
—Claro que sí, mi amor —mentí, acariciando su cabello enredado.
Era difícil creer que hace dos años yo tenía una oficina en el centro, tres empleados, y una pequeña empresa de diseño gráfico que había construido desde cero. Todo eso desapareció cuando a Sofía le diagnosticaron leucemia. Vendí la empresa, vendí el carro, vendí hasta los muebles. Cada centavo fue para las quimioterapias, los medicamentos, los doctores.
Valió la pena. Ella estaba viva. Estaba en remisión. Pero yo había quedado sin nada.
Llevábamos tres meses viviendo en ese refugio temporal después de perder nuestro apartamento. Tres meses buscando trabajo cada mañana, dejando currículums en restaurantes, tiendas, lavanderías. Siempre la misma respuesta: “Te llamaremos”. Nunca llamaban. El hueco en mi historial laboral era demasiado grande. Nadie quería contratar a alguien que había estado “fuera del juego” por dos años.
Un hombre con traje se detuvo frente a nosotras. Mi corazón dio un salto. ¿Un cliente?
—Señora Ramírez, ¿verdad? —dijo, pero su tono no era amable.
—Sí… ¿lo conozco?
—Soy del Departamento de Servicios Sociales. He recibido reportes de que tiene a la niña en situación de calle, expuesta a peligros.
Se me heló la sangre.
—No, no… ella está conmigo. Yo la cuido. La protejo —mi voz tembló—. Ella estuvo enferma, muy enferma. Lo di todo para salvarla. Todo.
—Señora, entienda que esto no es un ambiente adecuado para una menor. Tenemos que considerar su bienestar.
Sofía se aferró a mi pierna, temblando.
—¡No puede llevársela! ¡Es mi hija! —mi voz se quebró—. La salvé de la muerte, ¿y ahora me la van a quitar porque no tengo dinero? Estoy buscando trabajo, lo juro. Solo necesito una oportunidad, solo una…
—Tendrá que presentarse en la oficina el lunes. Si no hay cambios en su situación…
—Por favor —caí de rodillas, sin importarme la gente que pasaba—. Déme dos semanas. Dos semanas para encontrar algo. Lo que sea. Haré lo que sea. Antes tenía mi propia empresa, sé trabajar, soy responsable. Solo… solo necesito que alguien me dé una oportunidad.
El hombre suspiró, mirando a Sofía que ahora lloraba en silencio. Vi algo cambiar en su expresión, quizás compasión, quizás lástima.
—Dos semanas, señora Ramírez. Pero necesito verla empleada y con un lugar estable. De lo contrario, tendré que proceder con el caso.
Cuando se fue, abracé a mi hija tan fuerte que pensé que me rompería.
—Mami, ¿me van a quitar de ti? —sollozó contra mi pecho.
—Nunca, mi amor. Nunca —le juré, aunque el miedo me apretaba la garganta—. Mami va a encontrar trabajo. Ya verás. No te salvé para perderte ahora. Escrito por Gisel Dominguez.
Al día siguiente, con Sofía de la mano, toqué puertas que ya había tocado antes. En la cafetería de la esquina, la dueña, la señora Chen, me vio entrar y suspiró.
—Ya le dije que no tengo…
—Por favor —la interrumpí, y mi voz salió desesperada—. Antes tenía mi propia empresa. Sé de administración, de cuentas, de atención al cliente. Puedo ayudarle a organizar sus pedidos, sus finanzas, lo que necesite. O puedo lavar platos, trapear, lo que sea. No me pida referencias, ni papeles, nada. No me tiene que pagar el sueldo completo. Pero necesito demostrar que tengo trabajo o me van a quitar a mi hija.
La señora Chen frunció el ceño.
—¿Tenías tu propia empresa?
—Diseño gráfico —asentí, limpiándome las lágrimas—. La vendí todo para pagar el tratamiento de cáncer de mi hija. Ella estuvo dos años enferma.
La señora Chen miró a Sofía, que escondía su carita detrás de mí. Sus ojos se suavizaron.
—¿Cuántos años tiene?
—Seis. Y está sana ahora. Está bien.
Hubo un largo silencio. Después, la señora Chen asintió lentamente.
—Mi hermana murió de leucemia hace cinco años —dijo en voz baja—. No pudimos pagar el tratamiento completo.
Se me llenaron los ojos de lágrimas otra vez.
—Lo siento mucho…
—Puede empezar mañana a las seis de la mañana —continuó—. Le daré el turno de cocina por ahora, pero si de verdad sabes de administración, necesito ayuda con mis libros contables. Son un desastre. Y puede traerla —señaló a Sofía—. Hay una mesita en la trastienda donde puede hacer sus tareas o dibujar.
Mis rodillas casi cedieron del alivio.
—Gracias… gracias… no sabe lo que esto significa…
—Sé exactamente lo que significa —dijo ella con una sonrisa triste—. Yo también fui madre sola una vez. Y sé lo que es pelear por un hijo.
Esa noche, acosté a Sofía en el catre del refugio y le susurré:
—¿Ves, mi amor? Te lo dije. Todo va a estar bien. Mami va a trabajar duro y vamos a tener nuestra casita otra vez.
—¿Como antes, cuando yo estaba enferma?
—Mejor que antes, mi cielo. Mucho mejor. Porque ahora tú estás sana, y eso es lo único que importa.
Ella sonrió dormida, abrazando su pulsera favorita, la azul con brillos, la que le había hecho durante una de sus últimas quimioterapias.
Por primera vez en meses, me permití respirar. Me permití tener esperanza.
Había perdido mi empresa, mi casa, mis ahorros. Pero había ganado la vida de mi hija. Y ahora, con una oportunidad, reconstruiríamos todo desde cero. Juntas.