La mujer exitosa entró a la pequeña y humilde casa de su antiguo maestro, no para pedir ayuda, sino solo para decir una sola cosa: “Lo siento.”
Mariana nunca imaginó que aquel lugar seguiría siendo tan modesto, con las paredes desgastadas por el tiempo y el aroma a polvo y madera vieja que llenaba el aire. Recordó cómo en la escuela, aquel maestro, don Carlos, siempre llegaba temprano, con su voz suave y paciente, tratando de enseñar más que solo lecciones: valores, respeto y perseverancia.
Pero ella, en su juventud arrogante y orgullosa, no supo valorarlo. Aquella vez que lo insultó frente a toda la clase porque le dio una mala calificación, pensó que era solo una reacción momentánea. No entendía el peso de sus palabras ni el dolor que le causaron a don Carlos.
Ahora, parada frente a su puerta, con el corazón latiendo desbocado, Mariana sentía el remordimiento en cada fibra de su ser. El éxito no le había dado la felicidad completa; lo que más anhelaba era reparar aquel daño invisible, sanar aquella herida que había dejado en un hombre que solo había intentado ayudarla.
Cuando don Carlos abrió la puerta, sus ojos cansados la miraron sin reproches, solo con una mezcla de sorpresa y ternura. No necesitó palabras para entender el valor de esa visita.
— “Profesor… ¿se acuerda de mí? La que le causó mucho dolor en aquel entonces.” — dijo Mariana con voz un poco temblorosa.
Don Carlos sonrió suavemente, con mirada cálida pero un poco triste:
— “Claro que me acuerdo, Mariana. Recuerdo a esa niña orgullosa y testaruda. Pero también sé que todos los niños cometen errores.”
Mariana bajó la cabeza, con la voz quebrada:
— “En ese entonces no le entendía, pensé que era muy estricto, me enojé y dije cosas que no debía. Ahora entiendo que usted nunca quiso lastimarme, solo quería enseñarme a vivir.”
Don Carlos asintió con suavidad:
— “Hay muchos maestros, pero no siempre es fácil encontrar alumnos que entiendan. Has madurado, y eso es lo que más valoro.”
Mariana se limpió las lágrimas, mirándolo:
— “He tenido éxito, pero no quiero que sea a costa del arrepentimiento. No vine a pedir nada, solo a pedirle perdón y darle las gracias. Gracias por no dejarme, a pesar de que le hice daño.”
Don Carlos sonrió, tomando su mano:
— “Mariana, lo más valioso no son las calificaciones ni la fama, sino la gratitud y la humildad. Eso ya lo tienes. Estoy orgulloso de ti.”
Se sentaron juntos, sin muchas palabras, solo con el perdón y la comprensión llenando las heridas del pasado.
Mariana salió de aquella humilde casa con una paz en el alma que no había sentido en años. Sabía que no podía borrar el pasado, pero al menos había dado el primer paso para reconciliarse con él y consigo misma.