— “Cómete tú, yo no tengo hambre.” dijo Diego, aunque su estómago rugía fuerte y solo le quedaban unas monedas en la cartera.
Al mediodía, en una esquina cerca del viejo mercado de Guadalajara, Diego y Leo se sentaron en los escalones de cemento, calientes bajo el sol ardiente. Diego sacó de su cartera un pequeño bolillo, lo partió en dos y le dio la mitad a Leo.
— Quédate con esto, tú come. Yo no tengo hambre — dijo Diego, con voz ronca.
Ambos tenían hambre, pero nadie lo dijo. Porque esa mitad de bolillo era todo lo que Diego tenía — el último alimento después de un día sin desayuno.
Diego, de diecisiete años, vivía con su abuela en una habitación pequeña en las afueras de la ciudad. Su papá se había ido cuando él era niño, y su mamá trabajaba como empleada doméstica lejos, enviando dinero irregularmente. Diego dejó la escuela en el noveno grado y hacía cualquier trabajo para sobrevivir: cargando cosas, vendiendo boletos, ayudando en un restaurante.
En cambio, Leo, su mejor amigo desde niño, tenía otro destino. Era inteligente, estudiaba por las noches y acababa de recibir una beca para estudiar tecnología en otra ciudad. Aunque su familia también era pobre, Leo tenía la oportunidad de cambiar su vida.
Sin embargo, la relación entre ellos cambió. Diego evitaba a Leo, sintiendo celos y tristeza. Leo seguía amable, sin presumir, pero Diego sentía que lo dejaban atrás.
Un día, Leo le envió un mensaje:
— Me dieron beca completa, no olvides mantener contacto.
Diego leyó el mensaje, contento y triste a la vez, pero no respondió.
Al día siguiente, Diego buscó a Leo en la esquina del mercado. Su cartera sólo tenía veinte pesos, suficiente para un solo bolillo. Diego partió el bolillo en dos y le dio la mitad a Leo.
Leo miró el bolillo y luego a su amigo:
— Sabes que no he comido desde ayer, ¿por qué lo compartes?
Diego sonrió con ironía:
— Porque temo que ya no vuelva a compartir contigo.
Leo apretó fuerte la mano de Diego, sin decir palabra.
Una semana después, Leo se fue a estudiar. Diego lo vio partir sin despedirse.
Esa noche, sentado solo frente a su casa, con hambre pero sin sentir vacío en el corazón, Diego recordó la mitad del bolillo — frío, simple, pero lo más cálido que había tenido en su vida.
Aunque la vida seguía dura, Diego mantenía esa amistad como una pequeña llama, suficiente para seguir adelante.