—¿Papá, por qué no tienes las manos como los demás? preguntó Emiliano cuando tenía apenas ocho años, con unas tijeritas de juguete en la mano. Tomás detuvo su trabajo, miró los callos en sus dedos, y soltó una risa baja —una risa seca, más triste que el viento de la madrugada.

En un barrio humilde a las afueras de Guadalajara, vivían un padre y su hijo en una casita modesta. Emiliano, un niño de sexto grado, era buen estudiante, responsable, pero guardaba en su interior un sentimiento difícil de llevar: le daba pena el trabajo de su padre.

Su papá, Tomás, era albañil. Todos los días salía antes del amanecer y regresaba cubierto de polvo y cemento. Tenía las manos grandes, ásperas, llenas de callos y grietas. Pero siempre las ocultaba. Cada vez que iba a recoger a Emiliano a la escuela, se ponía unos guantes viejos de tela.

Una vez Emiliano le preguntó:

—¿Por qué siempre usas guantes, pa?
Tomás sonrió:
—Porque mis manos están feas. No quiero que te sientas mal al verlas.

Emiliano no respondió. Sabía que su padre trabajaba muy duro, pero en el fondo deseaba… que tuviera otro tipo de trabajo.

En la escuela, evitaba hablar de su familia. Un día, su compañera Camila le preguntó:

—¿A qué se dedica tu papá?

Él dudó un momento y respondió en voz baja:

—Arregla casas.

No era mentira, pero tampoco toda la verdad.

Un día, la escuela organizó un festival por el Día del Maestro. Emiliano participaría tocando la guitarra. Practicó durante toda la semana, emocionado pero también con miedo… miedo de que su papá fuera y lo hiciera quedar mal frente a sus amigos.

Ese día, Tomás se puso una camisa vieja pero bien planchada, un pantalón de vestir limpio, y llegó temprano, sentándose al fondo. Cuando Emiliano subió al escenario, vio de reojo a su padre saludando con la mano… sin guantes. Sus manos, con todos sus callos y cicatrices, estaban a la vista.

Después del evento, Camila se le acercó riendo:

—Tu papá se ve como esos que trabajan en la construcción, ¿no?

Los demás rieron también. Emiliano bajó la mirada, sintiendo cómo le ardían las mejillas.

Al llegar a casa, tiró la guitarra sobre la mesa y gritó:

—¡¿Por qué no te pusiste los guantes?! ¡¿Por qué no te quedaste en casa?! ¡Me hiciste pasar vergüenza!

Tomás se quedó en silencio. Luego, simplemente dijo:

—Perdóname, hijo.

Esa noche, Emiliano no pudo dormir. Recordó las veces que su padre lo llevaba al médico en brazos cuando estaba enfermo, las veces que no comía para comprarle cuadernos, los días de lluvia en los que regresaba empapado después de trabajar.

Al día siguiente, se levantó temprano decidido a disculparse. Pero su padre ya no estaba.

Por la tarde, recibió una llamada de la escuela: Tomás había tenido un accidente en la obra. Había caído de un andamio. Estaba fuera de peligro, pero tenía el brazo derecho roto.

En el hospital, al verlo, Tomás sonrió débilmente y le extendió la otra mano:

—Perdón por hacerte sentir vergüenza…

Por primera vez, Emiliano rompió en llanto y abrazó aquella mano áspera, como si fuera el tesoro más valioso del mundo.

Tomás no pudo seguir trabajando como albañil. Emiliano empezó a trabajar después de clases: lavando autos, repartiendo periódicos, ayudando en casa como podía.

Algunos compañeros todavía lo molestaban. Pero esta vez, Emiliano solo sonreía:

—Sí, mi papá era albañil. ¿Y qué? ¿Tu papá te crió con sus propias manos?

Nadie respondió.

Una tarde, al volver de la escuela, Emiliano encontró a su padre tratando de lavar los platos con una sola mano. Se acercó en silencio y tomó su otra mano, apretándola fuerte.

Esa mano, antes motivo de vergüenza, ahora vivía en su corazón —como símbolo de amor, esfuerzo… y orgullo.