El último sueño junto a mamá

Era un mediodía abrasador en la ciudad de León. El aire ardía sobre el asfalto, y las calles parecían vacías bajo el peso del sol. En un rincón polvoriento, junto a una pared desgastada, yacía una gata delgada, inmóvil, con los ojos cerrados, como si simplemente estuviera durmiendo. A su lado, un diminuto gatito se acurrucaba contra su pecho, dejando escapar maullidos débiles, roncos por el cansancio y la sed.

Los transeúntes pasaban rápido, buscando sombra. Nadie se detenía, nadie miraba, salvo un niño: Lucas. Volvía del colegio, con la mochila colgando y el uniforme pegado al cuerpo por el sudor. Escuchó aquel sonido leve, casi un suspiro, y se detuvo.

Cuando se acercó, vio la escena. El pequeño dormía sobre el vientre de su madre. Ella no se movía. Su pelaje, antes dorado, ahora estaba cubierto de polvo.

“Está dormida”, murmuró Lucas, pero al tocarla, retiró la mano enseguida. Estaba fría. Muy fría.

El niño se quedó quieto, sin saber qué hacer. Aquella quietud, tan tierna y tan triste, lo dejó sin aliento. El gatito, ajeno a la muerte, seguía buscando el calor que ya no existía.

Lucas recordó algo que su madre solía decirle: “Cada vida, por pequeña que sea, merece ser cuidada.”

Sin pensarlo más, echó a correr hacia su casa. Su madre, enfermera, descansaba en el sofá. “¡Mamá! ¡Hay un gatito! ¡Su mamá está muerta!”

Ella se levantó de inmediato. Tomó una caja de cartón, una manta, y juntos regresaron. El gatito seguía allí, temblando, con los ojitos cerrados. La mujer lo levantó con cuidado, lo envolvió entre sus manos. El animalito soltó un gemido, apenas audible, y se acurrucó buscando refugio.

“Murió por el calor”, dijo ella con tristeza. “Pobre criatura…”

Antes de marcharse, Lucas miró una vez más a la gata inmóvil. Parecía que sonreía, con su pequeño aún en brazos. “Adiós”, susurró el niño. “Prometo cuidar de tu bebé.”


Esa noche, Lucas colocó la caja sobre la mesa de la cocina. Dentro, el gatito dormía envuelto en una manta suave.

“Te llamarás Sol”, le dijo en voz baja. “Porque trajiste un poco de luz a este día tan triste.”

Desde entonces, la rutina cambió. Lucas se levantaba temprano para alimentarlo con una jeringuilla. Le hablaba, lo peinaba con un cepillo viejo, y lo llevaba sobre el hombro mientras hacía los deberes. Sol comenzó a crecer, a recuperar la fuerza. Cuando Lucas salía, el gatito se quedaba junto a la ventana, esperando su regreso.

Pero algunas noches, Lucas lo oía llorar en sueños. Era un llanto suave, lleno de nostalgia. Sabía que, en el fondo de su pequeño corazón, Sol seguía buscando a su madre.


Un mes más tarde, Lucas visitó un refugio de animales. Allí trabajaba Javier, un bombero que, casualmente, había acudido al lugar donde encontraron a la gata. Al ver a Sol en los brazos del niño, su rostro se iluminó.

“¿Tú fuiste el chico que llamó aquel día?”

“Sí, señor”, respondió Lucas. “Mi mamá me contó que usted tomó una foto de ellos…”

Javier asintió y sacó una pequeña fotografía de su bolsillo. En ella se veía al diminuto gatito dormido entre los brazos de su madre, iluminados por un rayo de sol.

“La tomé porque quería recordar que incluso en la tristeza más profunda puede haber amor”, dijo Javier. “A veces el amor no puede salvar una vida, pero sí puede hacer que la muerte no sea tan solitaria.”

Lucas miró la imagen en silencio. Las lágrimas le humedecieron los ojos. Luego abrazó a Sol, que dormía plácidamente en su regazo, y murmuró: “Haré que sea feliz. Lo prometo, para que su mamá descanse en paz.”


Pasaron los años. Sol creció fuerte, con un pelaje brillante y una mirada serena. Cada tarde, cuando Lucas hacía sus tareas, ella dormía junto a su cuaderno. La casa ya no estaba silenciosa; el ronroneo de Sol llenaba cada rincón con una paz cálida.

Una tarde de otoño, el sol caía sobre la ventana, tiñendo todo de oro. Sol se sentó en el alféizar, mirando hacia el cielo anaranjado. Maulló suavemente, como si saludara a alguien lejano.

Lucas levantó la vista del libro y sonrió. En ese momento, pensó que tal vez, en algún rincón del cielo, la madre de Sol los observaba con ternura, sabiendo que su pequeño estaba a salvo.

Porque el amor —ese hilo invisible que une incluso a los más frágiles— nunca muere. Solo cambia de forma y sigue brillando, como el sol que calienta incluso después del ocaso.