“Cuando abrí la puerta de la casa de mi padre, lo primero que encontré fue un sobre con mi nombre escrito con su letra temblorosa. Nunca pensé que sus últimas palabras llegarían en papel, y no en voz.”
Ese día, el cielo en el pueblo estaba gris. El viento silbaba entre los bambús viejos al lado del camino de tierra. Martín arrastraba su vieja maleta mientras cruzaba la reja oxidada. Su pecho pesaba como si llevara piedras.
Había jurado que nunca volvería.
Pero ahí estaba.
De regreso, porque su padre… ya no estaba.
La casa seguía igual que en sus recuerdos: el techo de tejas, la cerca baja, los escalones donde solía esperar a su papá cada tarde. Solo que esta vez, nadie abriría la puerta para recibirlo.
Se quedó parado mucho tiempo frente al umbral, hasta que por fin empujó la puerta de madera, que crujió como si también llorara.
Sobre la mesa había un sobre con su nombre. La letra era inclinada, temblorosa. Era la letra de su papá.
— “¿Así que sí volviste?” — dijo una voz familiar detrás de él.
Martín volteó sorprendido.
Era Doña Elvira, la vecina de siempre, con su cabello blanco y mirada tranquila, apoyada en la cerca.
— “Pensé que ya no regresarías. Él te esperó… hasta el último día.”
Martín apretó el sobre. No pudo decir nada. Solo bajó la cabeza.
La casa estaba fría, igual que su pecho. La muerte de su padre había sido repentina. Sin avisar, sin enfermedad larga. Solo se acostó una tarde… y ya no despertó.
Martín se sentó en la silla de madera que su padre siempre usaba. A un lado, seguía el vaso de té que él acostumbraba, y su viejo cuaderno de apuntes.
Respiró hondo.
Abrió la carta.
“Martín,
No sé si todavía estás enojado conmigo. Pero si estás leyendo esta carta, supongo que volviste. Y eso me alegra. Aunque ya no esté para decírtelo en persona…
Te quiero, hijo. Aunque nunca supe bien cómo demostrarlo. Aunque fui duro, terco, y muchas veces no te entendí. Todo lo que hice —querer que te quedaras, obligarte a ayudar en la finca, insistir en mi manera de ver la vida— fue porque no quería que sufrieras. Pero olvidé que ya no eras un niño. Me equivoqué por no escucharte. Y tal vez tú tuviste razón al irte.
No te pido perdón. Solo quiero que sepas que deseo que vivas bien. Y si algún día lo necesitas, esta casa… siempre será tuya.
— Papá.”
Martín cerró la carta. No lloró como en las películas. Solo sintió los ojos húmedos, la garganta cerrada, y las manos temblorosas. Cada palabra era como una piedra en el corazón.
Al día siguiente, caminó por el pueblo. Las calles eran las mismas, los rostros también. Algunos lo reconocieron.
— “Tu papá hablaba de ti todo el tiempo,” le dijo un viejo amigo.
— “Se sentaba en la entrada… como esperando a alguien.”
Martín no supo si sentirse feliz o culpable.
Recordó las discusiones, los silencios duros en la mesa, las palabras que lo hirieron. Pero ahora, en medio de una casa vacía, entendía algo que no había querido aceptar:
A veces, el amor no se dice. Solo se hace.
Mientras limpiaba, encontró una cajita de madera escondida debajo del mueble.
Adentro había fotos viejas: su graduación, el día del funeral de mamá, un campamento cuando tenía ocho años.
También había un cuadernito.
Ahí, su papá había escrito fechas, recuerdos, hasta llamadas que Martín había hecho… y las que no hizo.
“Me llamó dos minutos. No dijo mucho, pero oír su voz me bastó.”
— Eso decía una página.
Y Martín… lloró.
Esa tarde, se sentó en la entrada de la casa, donde su padre había esperado tantos años.
El sol se escondía detrás del campo.
El viento seguía soplando.
Martín no sabía si se quedaría. Tal vez volvería a la ciudad, a su vida de siempre.
Pero algo en él… ya había cambiado.
Porque por primera vez, entendía algo que antes no había querido ver:
Amar no siempre es fácil.
Pero hay personas que, aunque no sepan decirlo,
nos aman con todo lo que son.