“El desayuno de la maestra Luz”
Parte 1: “El desayuno de la maestra Luz”
Cada mañana, cuando la niebla aún cubre los caminos hacia la escuelita primaria en San Miguel Alto, los niños ya están formados frente al salón. Con las manos frías y las mejillas rojas por el frío, esperan… no la clase, sino el desayuno de la maestra Luz.
Un olor a arroz caliente, a huevos cocidos, a leña… sale del pequeño fogón donde la maestra cocina cada día.
Desde hace más de diez años, ella prepara el desayuno con arroz de su propia casa, con verduras que cultiva y huevos que compra con su sueldo de maestra rural.
Nadie le pidió hacerlo.
Ella lo hace… porque siente que debe.
– ¿Maestra, hoy qué tiene el atole?
– Es sorpresa. Solo los niños que comen bien lo sabrán.
Ella bromea así, y todos se ríen. Pero en el fondo, saben que el desayuno de la maestra Luz es lo más rico que tendrán en todo el día.
Luz fue una estudiante brillante. Pudo trabajar en una escuela privada en la ciudad, pero eligió volver al campo.
De niña, también fue pobre. Dejó la escuela cuando tenía once años. Su madre murió, su padre se fue, y nadie preguntó por qué faltaba.
Eso la marcó para siempre. Y juró que ningún niño en la montaña tendría que abandonar la escuela por sentirse solo.
Pero ni siquiera el amor al magisterio puede llenar todos los vacíos.
Su esposo, Pablo, era mecánico. La quería, sí. Pero no entendía por qué su esposa, tan capaz, insistía en vivir en la pobreza.
– Podrías tener un mejor trabajo, vivir bien. ¿Por qué insistes en quedarte en esa escuelita? ¿Y nuestra familia? ¿Y los hijos?
Ella no respondía. También quería tener un hijo. Pero los años pasaban. Entre caminatas largas y noches solitarias, los hijos nunca llegaron.
Ella solía pensar: “Ya tengo muchos hijos en mi salón”,
pero en las noches frías, cuando Pablo dormía de espaldas, ella se preguntaba en silencio:
¿Y si estoy equivocada?
Un día, Pablo enfermó gravemente. Necesitaba hospitalización. Y dinero.
La familia de Pablo presionó. Le pidieron dejar la escuela, cuidar a su esposo, pensar en “ser madre de verdad”.
Ella escribió su carta de renuncia.
Esa mañana, no hubo desayuno en la escuela. No salió humo del fogón.
Los niños llegaron, pero el aula estaba vacía.
– ¿La maestra Luz no vendrá hoy?
Ella los observaba desde lejos, carta en mano, con el corazón en mil pedazos.
Esa tarde, al llegar a casa, abrió su mochila. Adentro, encontró la mochila de Diego, su alumno más cercano. Él la había olvidado.
No había cuadernos. Solo una hoja arrugada:
“Maestra, ya no tenemos arroz en casa. Pero por suerte usted cocina cada mañana. ¿Mañana habrá huevo? Yo me porté bien.”
Ella cayó de rodillas, llorando.
La carta de renuncia terminó quemándose en el fogón.
Pablo falleció meses después.
Desde entonces, la maestra Luz ya no cocina más. Pero sigue enseñando.
Y los niños siguen llegando.
Ahora, los padres donan arroz, los niños cocinan. Luz solo los observa, a veces ayuda, a veces solo escucha sus risas desde el rincón.
Un día, un niño nuevo preguntó:
– ¿Maestra, por qué le dicen “la mamá de la escuela”?
Ella sonrió, mirando hacia las montañas cubiertas de niebla:
– Porque tengo muchos hijos… solo que no me llaman mamá.
Parte 2: Diez años después, los alumnos regresan
Diez años habían pasado desde que la maestra Luz dejó de preparar el desayuno para los niños. La pequeña escuela en la montaña seguía en pie, aferrada a la tierra dura, con risas y voces infantiles que llenaban el aire.
Una fría mañana de otoño, un grupo de personas bajó desde el valle, subiendo por el camino de tierra lleno de piedras que llevaba al pueblo.
Al frente estaba Diego, aquel niño pequeño que ahora era un joven alto, con mirada cálida y rostro decidido.
— ¡Maestra Luz! — se escuchó su voz clara en el patio.
La maestra, con el rostro surcado por los años, se volvió, sorprendida y emocionada.
— ¿Diego? ¿Por qué has venido?
— Venimos a agradecerle, maestra. Gracias a usted, hoy somos quienes somos. Muchos niños de aquí también.
Uno a uno, los demás entraron al salón; ahora eran maestros, doctores, ingenieros — pequeños grandes triunfos nacidos en aquella tierra dura.
— Queremos reabrir la cocina para los niños — dijo Diego — y queremos que usted sea quien la dirija, como antes.
La maestra Luz tragó saliva y miró alrededor, viendo esos rostros que un día fueron pequeños.
— Ya no tengo fuerzas para cocinar, Diego. Pero si ustedes quieren, la apoyaré en todo.
Se rieron juntos. Era la risa de la continuidad, de la esperanza renovada.
Pero en el fondo, un leve pesar se alojaba en ella.
Pensó en los días pasados, en aquellos atoles calientes, en sueños que aún no se cumplían.
Quizá ya no cocinara, pero el amor por sus alumnos, por esta tierra, ardía en su corazón — y jamás se apagaría.