“Mamá no podía verme, pero yo era su luz”

Cada mañana, frente al hospital general de Guadalajara, la gente escuchaba el sonido de unos zuecos golpeando el pavimento, seguido de una voz cansada pero firme:

— ¡Lotería! ¡Suerte para hoy! ¡Apóyenme, por favor!

Era doña María — una mujer ciega de más de sesenta años — vendiendo billetes de lotería. Llevaba casi veinte años en ese mismo lugar. Siempre con su abrigo viejo, su cabello recogido y su sonrisa intacta.

Los vecinos la conocían bien.

— Esa señora es admirable. Dicen que crió sola a su hijo y lo convirtió en doctor.

Pero nadie sabía el nombre de su hijo. Ella no hablaba mucho de él. Solo decía con orgullo:

— Trabaja en un hospital grande en la ciudad. Está muy ocupado… Pero así son los buenos hijos, ¿verdad?

Carlos — médico residente en ese mismo hospital — era su hijo.

Nunca salía a verla. Nunca mencionaba a sus compañeros que era hijo de la señora ciega que vendía lotería afuera.

Cuando le preguntaban, solo decía:

— Estoy ocupado.

Pero no era verdad. No era falta de tiempo. Era vergüenza.

Carlos había crecido entre burlas y miradas de lástima. A veces deseaba haber nacido en otra familia. No odiaba a su madre, pero odiaba la pobreza, la impotencia… y en el fondo, se odiaba a sí mismo por sentir eso hacia ella.

Una mañana, como siempre, revisó las cámaras del hospital. Pero no la vio.

No se escuchaban sus pasos. No había voz. Solo silencio.

Salió corriendo y preguntó a los vendedores de siempre:

— ¿Y la señora de los boletos?

— Ayer se desmayó. La ambulancia la trajo aquí. Dicen que está grave — respondió uno.

Carlos corrió hacia urgencias. La encontró acostada, delgada, pálida, conectada al suero. Su rostro seguía siendo sereno, aunque el tiempo la había desgastado.

Entró sin decir palabra. Ella no lo reconoció.

— ¿Es usted doctor? — murmuró con voz débil — Mi hijo trabaja aquí. Me pregunto si ya sabe que estoy internada… Pero seguro está muy ocupado… Siempre ha sido un buen muchacho…

Carlos se sentó a su lado. Tomó su mano temblorosa.

Ella sonrió:

— Su mano… es cálida. Como la de él. Hace tiempo que no lo veo… pero está bien… él siempre ha sido muy listo…

Las lágrimas se le escaparon. Con voz entrecortada, dijo:

— Mamá… Soy yo.

María se quedó en silencio. Sus ojos nublados no podían ver, pero su voz tembló:

— ¿Carlos?… ¿De verdad eres tú?…

Carlos asintió. Lloraba como un niño.

— Perdóname… He vivido muchos años con vergüenza. Pero tú… tú siempre fuiste mi orgullo.

Ella le apretó la mano y murmuró:

— Tú nunca me has fallado. Yo no veía el mundo, pero tú eras mi luz.

Días después, María falleció mientras dormía.

No hubo un gran funeral. Solo unos cuantos conocidos y compañeros de trabajo de Carlos. No hubo coronas de flores caras. Solo un ramo sencillo de flores de papel, hechas a mano por él.

En sus manos, colocó el último billete de lotería que vendió… y una nota:

“Mamá no necesitaba ver la luz, porque ella fue quien la trajo al mundo.”

Carlos ya no se avergonzaba. Pidió permiso al hospital para poner una pequeña placa bajo el árbol de bugambilia frente a la entrada:

“Aquí solía estar una madre ciega que vendía lotería. Con su vida, crió a un hijo que se convirtió en médico. No con los ojos… sino con el alma.”