“Nunca le conté a mi hija que fui yo quien abandonó la medicina antes de que ella siquiera soñara con ella.”
Ana estaba de pie junto a la vieja lavadora en la pequeña lavandería del barrio, en medio del bullicio de la ciudad. Sus manos trabajaban rápidamente, lavando la ropa de otros — prendas que no eran suyas, pero que representaban todo lo que tenía para alimentar el sueño de su hija.
— “¿Mamá, crees que podré ser doctora algún día?” — preguntó Lucía, su hija, con ojos llenos de esperanza.
Ana sonrió y ocultó su dolor silencioso.
— “Claro que sí, mi amor. Tú vas a lograrlo.” — respondió con voz suave.
Ana había sido estudiante de medicina, a punto de graduarse, cuando una inesperada noticia la obligó a abandonar la universidad: un embarazo no planeado y la falta de apoyo familiar. Nadie sabía ese secreto, ni siquiera Lucía.
Por las noches, cuando todos dormían, Ana abría su viejo cuaderno de medicina y susurraba para sí misma:
— “Si tan solo pudiera regresar…”
Temía que Lucía perdiera la motivación si supiera la verdad; no quería que pensara que ella había renunciado a sus sueños.
Un día, Lucía recibió una beca para estudiar medicina en una universidad prestigiosa en la ciudad. Ana sintió miedo y preocupación, pero también un orgullo profundo.
Cuando Lucía encontró los libros viejos de medicina en un rincón y preguntó:
— “Mamá, ¿por qué tienes estos libros? ¿Estuviste estudiando medicina?”
Ana guardó silencio unos segundos, con los ojos llenos de lágrimas.
— “No es fácil de contar, mi amor…” — dijo finalmente.
Esa noche, Ana decidió contarle la verdad. Le habló de sus años jóvenes, sus sacrificios, sus sueños rotos y las razones que la obligaron a renunciar.
— “Quiero que sepas que, aunque no terminé, ese sueño vive en ti.” — le dijo con sinceridad.
Lucía tomó la mano de su madre y, con lágrimas en los ojos, respondió:
— “Mamá, no quiero que renuncies a tus sueños nunca. Yo voy a cumplir los nuestros.”
Ana miró a su hija con esperanza. Sabía que el camino sería largo y difícil, pero dentro de su corazón ardía la certeza de que su sueño continuaría, vivo, a través de Lucía.
Y así, Ana siguió trabajando día tras día, lavando ropa con humildad y amor, manteniendo viva una llama de esperanza que nunca se apagaría.